¡Tengo un zombie! (Capítulo 4)

Capítulo 4: Juego tormentoso

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Ilus de Maine Diaz para Letra Impresa.

¡Hubiera querido estar ahí, cuando Ojos se materializó! Bauti dice que después de escribir en la Play “Lento, torpe y de terror”, pasó a la siguiente pantalla. Otras veces había elegido cuerpos atléticos llenos de tatuajes y peinados afro con trencitas. Pero esta vez trató de que el jugador se pareciera más a él, así que le puso ojos grises y pelo lacio. Dice que le extrañó el cartel de “sugerencias”, porque nunca lo había visto a pesar de que haber jugado un montón de veces el mismo juego. Y mucho más le extrañó, cuando vio que podía agregarle ojeras, manchas de sangre, brazos larguísimos y putrefactos.

—¡Súper! —dice que gritó. Y que se acuerda perfectamente, porque la tía Leila preguntó qué había pasado desde la cocina.

Él se apuró a decirle que estaba todo bien, porque por nada del mundo hubiera querido que su tía entrara antes de tiempo. Claro que le iba a mostrar el jugador una vez que estuviera terminado, pero por el momento no quería que nadie lo interrumpiera. Ni siquiera la tía Leila. Estaba creando mucho más que un jugador: esta vez, era su criatura.

No sabe en qué momento empezó a llover. Estaba tan concentrado en la creación de su personaje que no se dio cuenta de lo que pasaba afuera. Y afuera pasaba de todo: el viento que, como un camión invisible, iba arrastrando carteles, canastos de basura y macetones. Soplaba tan fuerte que los árboles se desprendían como flores e iban cayendo sobre lo que fuera: calles,  autos, techos, paredones, rejas.

Y Bauti, sin enterarse de nada. Ni siquiera reaccionó cuando cayeron los postes de luz y todo Ituzaingó se quedó a oscuras. Dice que escuchó los gritos de su tía, que le dijo algo de la cocina inundada y le preguntó varias veces si estaba bien.

—¡Sí, tía! Estoy bien —le contestó él. Y siguió jugando. Aunque se dio cuenta de que la lámpara del living, la luz del pasillo y la radio se habían apagado, no se le ocurrió pensar que era imposible que la Play siguiera funcionando. Estaba demasiado concentrado en el juego. Ojos lo miraba desde la pantalla, con su musculosa de los Spurs, su muñequera roja, las zapatillas de básquet tan parecidas a las suyas.  Lo miraba con su mirada blanca de zombie, con la boca llena de sangre y la cabeza deformada a la altura de la oreja izquierda. Y entonces, en algún momento sucedió. Según Bauti,  cayó un rayo y enseguida después un montón de luces empezaron a salir del televisor. Y  a su lado apareció Ojos. Dice que al principio solo era una imagen, una especie de proyección o de holograma, como esos que están en los museos modernos y las películas futuristas. Que era increíble, pero que ya no estaba en la pantalla sino parado junto a él.

Mientras me lo contaba, volví a mirar a Ojos. Y no sé por qué, pero fue en ese momento cuando dejé de tenerle miedo.

 

 

¡Tengo un zombie! (Capítulo 3)

[Abro paréntesis]

Hace un tiempo compartí por este blog los primeros dos capítulos de ¡Tengo un zombie! (se pueden leer haciendo click aquí) Pues bien, continuaré con los siguientes a razón de uno por semana, en una suerte de novela por entregas versión 2.0. ¡Ojalá puedan seguirla!

[Cierro paréntesis] 

Capítulo 3: Un gusto para la tía Leila

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Ilus de Maine Diaz para Letra Impresa.

Si no fuera por la tía Leila, jamás hubiera conocido a Ojos.

—Tu problema es que elegís jugadores que no tienen nada que ver con vos. Tenés que aprender a conocerte, Bauti.

La miré como si estuviera loca. ¿Mi problema? ¡Pero si acababa de ganar el partido en la Play! Por supuesto se lo dije, mientras me tomaba el licuado de banana que ella había preparado especialmente con leche de alpiste.

—Justamente —me contestó—. En la Play siempre ganás porque elegís jugadores altísimos, fuertes y veloces. Y entonces, cuando te toca jugar en la vida real, ¡no sabés cómo moverte!

—¡Ay, tía! Si creara un jugador igual a mí, perdería hasta en la Play.

—¿Y si probás? —me dijo.

Volví a mirarla como si estuviera loca.

—Dale, dame el gusto. ¿O yo no te doy todos los gustos a vos?

Y era cierto, la verdad. Mi tía Leila es lo más. Y además ¿a mí qué me costaba? Así que me terminé el licuado de un trago y volví a sentarme frente a la tele. Elegí con el joystick  “Nuevo juego” y volví a empezar.

—¡Vas a ver que resulta bien! —me dijo ella, antes de irse para la cocina y dejarme solo en el living.

Pulsé X para cargar el nombre del jugador; pero esta vez no escribí Lebron ni Ginóbili ni Michael Jordan, sino “Bautista Puccini”.  Y puse otras verdades, como estas:

Mano buena: zurdo.

Club: Gimnasia y Esgrima de Ituzaingó

Altura: 150 cm.

Peso: 36 kilos.

Otras cualidades para destacar: Lento, torpe y de terror.

Sí, ya sé. Fui demasiado duro conmigo mismo. Es que entonces todavía no me conocía muy bien. Y en el fondo, gracias a esas horribles cualidades que yo creí que tenía, Ojos llegó a mi vida.  Así que de ninguna manera voy a culparme por eso.

Cuestión de gustos

A la señorita Mabel le gustan las cabezas peinadas, las uñas limpias y las zapatillas relucientes.

Supongo que por eso no le gusto yo: mis colitas siempre están caídas, las uñas con tanta mugre que hasta yo me sorprendo y las zapatillas del cole (que son blancas) de cualquier color que se te ocurra (menos blanco).

Por eso, el día de la excursión me hizo sentar con ella en el micro.
—¡Y que no vuele una mosca! –agregó con el dedo en alto, como si yo fuera la emperadora de los insectos voladores y pudiera dominarlos con el control de mi mente.

Durante el viaje me retó por un montón de cosas que no entendí: “No te arrodilles en el asiento”, “No te pegues el chicle en el flequillo”, “No dibujes con el dedo en la ventana”.

Después, cuando llegamos al planetario, pensé que iba a salvarme de sus NO. Pero no:
“No te corras de la fila”, “no hables”, “no toques”, “no comas alfajor”. Y el más contundente de todos, él más enérgico y definitivo, el que me tuvo en capilla el resto del viaje (y ni siquiera pude enterarme de qué es eso de estar en capilla porque ni me dejó preguntar):
—¡No interrumpas cuando habla un mayor! Sigue leyendo

Montaña rusa

 

Fue igual que una montaña rusa. Porque al principio me dejé llevar y ni pensé en la caída. Nos fuimos haciendo amigos despacio. Un día hablamos un poquito, al otro un rato más. Y en algún momento empezamos a estar juntos en el recreo. Todo el recreo.

Cuando la conocí, no me gustaba. Y eso que todo el mundo estaba encantado con Kahila. Hasta mi mamá:

—¡Vas a ser compañero de una princesa masái! ¿No es increíble, Rolo? —me dijo.

La verdad que a mí no me parecía increíble ni me importaba. De hecho, creo que no había nada en este mundo que me interesara menos que las princesas.

La seño la presentó diciendo que venía de un país africano y que su papá era un guerrero masái que había venido a Buenos Aires para estudiar no sé que cosa de los derechos humanos. Y la sentó al lado mío.

Ella miró mi carpeta, mi cartuchera, mi mochila y mi lapicera del Rojo. Y tengo que reconocer que me sorprendió que estuviera tan enterada:

—¿Quién es el mejor jugador de Independiente? —preguntó.

Así fue como empezamos a charlar. Le hablé de Bochini, el mejor jugador de nuestra historia. Y de Nico Domingo que es el número uno en estos días.  De Agüero y de Biglia, que empezaron en el Rojo y ahora están en la selección. Y, por supuesto, de las 18 copas internacionales que son mi gran orgullo.

Ella, a su vez, me habló de Gor Mahia, un equipo que juega en la Liga de Kenia (que es donde está su tribu). De la camiseta verde y blanca, que llevaba abajo del guardapolvo, y sobre todo de Odhiambo, que es su jugador preferido. Cuando me quise mandar la parte y le nombré todos los equipos africanos que aparecen en la Play (Zambia, Nigeria, Egipto, Senegal…), ella me cortó en seco:

—¿Y a mí qué me importan todos esos?  ¿O para vos la selección de Brasil es igual a la de Argentina?

Fue como un sopapo. Pero, la verdad, tenía razón. Porque hay muchos países africanos y no son todos lo mismo. Lo sé porque esa tarde busqué en internet, y aprendí un montón de cosas sobre Kenia. Quedé alucinado por sus atardeceres rojos y sus árboles altos que tocan las nubes. Pero sobre todo por sus animales, que acá solo vemos en los zoológicos: elefantes, cebras, jirafas, leones.

Supongo que fue en ese momento (cuando empezamos a hablar de cualquier cosa y no solamente de fútbol), que Kahila empezó a parecerme hermosa.  Me gustaban sus trencitas minúsculas, que bajaban como hormigas en fila hasta su nuca. Y sus collares de colores y el hoyito que se le hacía en medio de la pera cada vez que se reía. Yo me sentía entonces todo el tiempo como si hubiera bajado recién de la montaña rusa, entre mareado y feliz.

Y fue seguramente por eso, que dolió tanto la caída:

-¿Cómo no te enteraste que se volvió a Kenia, Rolo? – me dijo mi mamá, como si nada.

Ahora no puedo hacer otra cosa que esperar: cuando sea grande voy a ir visitarla. Como es una princesa, cualquiera va a poder decirme adónde vive. Y entonces nos vamos a ir juntos hasta Nairobi, que es la ciudad donde está el estadio de Gor Mahia. Y después nos vamos a subir en  un elefante mientras le cuento que Independiente va por la copa 110. En una de esas, todavía tiene sus trencitas y el hoyito en la pera. Y capaz que hasta me mira con sus ojos negros de chocolate amargo y yo vuelvo a sentirme así, como si acabara de bajarme de una montaña rusa.

¿Valiente, yo?

Qué ironía que todos me miren así. Como si yo fuera el más valiente de los valientes.  Justo a mí, que casi siempre estoy muerto de miedo.  Y no es que sea terrible tener miedo. Hasta los animales más grandes tienen miedo. Hasta los más feroces. Y no lo digo yo sino Don Búho. Don Búho que es el más sabio entre los sabios acá.

—Yo conocí por lo menos dos leones —me dijo el otro día— que eran el colmo de la cobardía. Uno le tenía miedo a la noche, el otro a las hormigas.

Yo me reí. Del segundo me reí. ¡Porque tenerle miedo a las hormigas! Hasta yo, que soy el zorrino más miedoso del mundo, sé que las hormigas son inofensivas.

Pero mi caso es distinto. Mucho más delicado. Yo ya sé que nadie es perfecto y que uno tiene que aceptarse como es. Mi mamá, por ejemplo,  es malísima haciendo madrigueras. Y a mi primo Zuri no le pidas que te traiga miel porque se lleva re mal con las abejas. Cada uno tiene sus defectos y está bien,  yo no me quejo de eso. ¿Pero justo a mí tenía que tocarme ser miedoso?

Porque no me importaría ser un león miedoso. O una serpiente miedosa. Ni siquiera una mosca miedosa. El problema no es el miedo: no, señor. El problema es que soy un zorrino. Y, ay, los zorrinos cuando tenemos miedo… La cola se me levanta sola, así, de golpe, sin que yo pueda evitarlo y pufff… Ahí nomás lo rocío todo con este olor que ni yo mismo soporto. Y da igual que después te revuelques en el barro o te refriegues contra mil especies diferentes de flores: el olor no se va. Y se queda con vos hasta que pasan muchos soles. Y te lo llevás a la madriguera y  a cualquier tronco que te subas. Y lo peor, lo peor de todo, es que quedás en evidencia.

—Así que te pegaste un susto… —te dice uno.

—Qué cosa vos con el miedo —te dice otro.

Y encima te lo dicen desde lejos (tres árboles y medio de distancia, como mínimo), frunciendo los hocicos y haciendo la cabeza a un lado.

Y por eso, y no porque soy valiente, yo pregunté lo que pregunté. Porque yo quiero saber cómo hay que hacer para que los humanos te lleven a la luna. Según Don Búho, a veces precisan animales. Hubo una perra, Laika, que fue una astronauta famosa. Y bueno: yo también puedo ser.

Y eso no quiere decir que no me vaya a morir de miedo. Obvio que me voy a morir de miedo. Apenas se cierre la puerta del cohete espacial, no voy a poder evitarlo.  La cola se me va a parar de así de golpe, y puff… Ya todos sabemos.

Pero, bueno: al menos no voy a quedar en evidencia. Adentro del cohete voy a estar yo solo (porque dice don Búho que a los animales los mandan siempre solos) y una vez allá… ¿qué me puede importar?  Total,  384.400 kilómetros de distancia (es lo que según Don Búho, nos separa de la luna) son un poco más que tres árboles y medio ¿no?

 

Piel de guapo

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Ilustración de Cathy Delanssay

Resulta que en Muy Lejano
vivió una joven princesa
que se negaba a seguir
los patrones de belleza

Se cubrió con piel de asno
para que nadie la viera
y dejó atrás el palacio
yéndose de mochilera.

Le gustó que todo el mundo
se asustara , nomás verla:
se quedó con el disfraz
que adornó con unas perlas.

La gente, muy prejuiciosa,
apenas se le acercaba
así que para cambiarse
ni cerraba la ventana.

Por eso un joven del pueblo
muy pronto la descubrió
y en cuanto supo quién era
veloz se le declaró.

“¡Seguro es mi alma gemela!”
se dijo frente al espejo
“Así, con cara de asno
me quiere” ¡yo no lo dejo!

Se casaron enseguida,
se comieron las perdices
Pero el cuento no se acaba
(aunque sí fueron felices)

Parece que este muchacho
también guardaba un secreto:
se supo en la misma boda,
(me dicen los indiscretos).

Tapaba con piel de guapo
su físico verdadero
y sus orejas de asno,
con un bonito sombrero.

 

 

 

Escuche, señor autor

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Parece que en Muy Lejano
Se organizó una reunión:
eran tres mil hombrecitos
reclamándole a un autor.

Se quejaba Rumpelstilskin
por tan injusto final
“¿De qué me sirve este nombre
que no sé ni pronunciar?”

Y otro gnomo rencoroso:
“¡Usted es un estafador!
Lo salvo de sus hermanos
¿y el héroe es el cazador?”

Pero los siete enanitos
fueron los más ofendidos:
“Tanto cuidarla y se va
con cualquier desconocido”

Y así le dijo Gruñón:
“Si va a casarla con otro,
a la próxima princesa
que la refugie Montoto”.

 

¡Otra que Hamelín!


Sospecho lo que ha pasado
en mi querida ciudad:
el flautista ha hipnotizado
a los niños ¡qué impiedad!

Seguro que el intendente
no le ha querido pagar
por los servicios prestados
y él se ha querido vengar.

Así son los soberanos
de cualquier tiempo y lugar
Siempre pensando en sí mismos
¡Y a reventar, los demás!

Aunque está claro, el flautista
se tuvo que actualizar:
La flauta para este siglo
¡es toda una antigüedad!

Y ahora los pobres niños
como hechizados están:
no hablan, no interactúan
¿y quién los irá a salvar?

¿Qué antídoto poderoso
tendremos que preparar
para lograr que despierten
y suelten su celular?

Un hogar inusual

Al hada la encontré fácil
(es bastante llamativa)
Pero esconderla fue el reto
más difícil de mi vida.

A la casa de muñecas
ni siquiera quiso entrar
aunque en medio de la sala
metí un frondoso bonsái.

En el balcón, ni pensarlo
¡Qué doloroso destino
si la agarra distraída
el gato de mi vecino!

Adentro del costurero
al fin, le encontré un hogar:
le encanta coser y duerme
metidita en un dedal.