¡Tengo un zombie! (Capítulo 7)

Mientras el portero dormía…

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Ilus de Maine Diaz.

Yo nunca soy agresivo, es lo único que puedo decir a mi favor. Pero me desesperé cuando el portero nos descubrió en el estadio.

—¿Qué hacen acá? —nos gritó desde la puerta. Si no reaccionaba, estábamos perdidos. Por eso le arrojé la cabeza de Ojos. ¡Y qué buen tiro: le di en medio de la frente! Aníbal cayó como una torre de Jenga. Yo intenté seguir las instrucciones de Camila:

—¡Escondé el zombie, rápido; yo distraigo al portero!

Pero el que se distrajo fui yo. Porque me puse a pensar en el día que lo llevé allí. Fue cuando mi tía Leila volvió a su casa, y tuve que buscarle a Ojos un nuevo hogar.   No me dio trabajo trasladarlo hasta el club: probablemente porque elegí un buen camino (fuimos por calles solitarias, aprovechando que muchas estaban todavía cerradas al tránsito) y además le puse una campera con capucha y le bajé la cabeza. Por suerte, él en ningún momento levantó la vista. Hubiera sido un problema cuando nos cruzamos primero con los tipos que estaban arreglando el poste de luz, después con la mujer que cobra la cuota social (justo estaba en la entrada pegando un cartelito: “Se suspenden todas las actividades hasta nuevo aviso”) y por último con el papá de Camila, que estaba en la puerta del estadio:

—Esto fue un desastre —me dijo—. No creo que tengamos clase hasta dentro de un mes.

A Ojos, por suerte, ni lo miró. Y ni siquiera estoy seguro de que me haya mirado a mí, en realidad. Estaba tan sorprendido con los destrozos que había dejado el temporal, que fue fácil meterme en donde quise.

Y quise en el estadio, claro. Sabía que iba a estar cerrado por tiempo indeterminado (primero había que arreglar otras cosas más urgentes como el techo del salón principal, que se había volado por completo), pero nunca me imaginé que sería el lugar perfecto para nosotros dos. O para los tres, porque ahora se sumó Camila.

Ojos nos entrena en el estadio. Sí, ya sé que a simple vista no tiene ninguna cualidad para el deporte. Pero eso es justamente lo mejor en él: verlo jugar tan bien a pesar de que es bajito, torpe y súper lento (en fin: ¡tan igual a mí!) me ayudó un montón. Entendí, por ejemplo, que lo importante es controlar la pelota. Y que al picarla, hay que sentirla en las manos. Porque los ojos deben estar atentos alrededor: midiendo la distancia que te separa del aro, del jugador que te está marcando y de los compañeros que puedan recibir el pase. Y lo mejor: aprovechar la estatura a tu favor, pasar entre las piernas largas de los otros, como un ratón furtivo que se roba un queso.

—¿Querés apurarte? —el grito de Camila me hizo volver a la realidad— ¡Aníbal ya se está despertando!

Por suerte, logré esconder a Ojos justo a tiempo.

Un favor

Vinieron desde Inglaterra
mis viejos antepasados
todos pintados de rojo
y con ribetes dorados.

Parados en las esquinas
y en cada plaza del barrio
eran objetos valiosos
¡tan útiles y mimados!

Se llenaban de noticias
y palabras esperadas
que viajaban desde lejos
y acortaban las distancias.

Palabras de amor y pena,
de familias que extrañaban,
de amigos inolvidables
que las cartas acercaban.

En cambio a mí me tocó
ser un buzón de este siglo
y llenarme de palabras
que solo son un fastidio.

Folletos y propagandas
publicidades, impuestos
que no emocionan a nadie,
¡ay, qué papeles molestos!

Por eso pido un  favor
a mis pequeños lectores:
que escriban alguna carta
y alegren a los buzones.

 

¡Tengo un zombie! (capítulo 6)

¡Pero qué ojos!

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Ilus de Maine Díaz.

Una vez que pasó la primera impresión (que debe haber sido fea), Bauti tuvo la lucidez de esconder al zombie. No fue una gran lucidez, debo decir, porque lo puso atrás de la cortina. Pero por lo menos no lo dejó en medio del living donde habría llamado más la atención.

La mamá los pasó a buscar (a él y a su tía) porque no podían quedarse a dormir ahí; sin luz, sin agua y con el techo roto. La verdad es que era un desastre Ituzaingó. Me acuerdo que a la mañana siguiente del tornado, fuimos con mi papá hasta el club. Todos caminaban como zombies (¡qué comparación se me viene a ocurrir!) como si no pudieran entender lo que había pasado. Árboles gigantescos que atravesaban las calles, semáforos partidos como escarbadientes, postes de luz que habían caído de lleno en algún techo. ¡Todo estaba silencioso! No solo porque los autos no pasaban sino también porque nadie hablaba. Mi papá, por ejemplo, cuando llegó al club lo miró a Aníbal (que es el portero) sin decir una palabra. Ni hola, ni buen día, ni qué barbaridad. Por su parte, Aníbal levantó las cejas, hizo un chistido, se mordió los labios. Pero palabras, ninguna. ¡Ninguna!

Y Bauti dice que en su casa fue igual. Que la tía Leila suspiraba y su mamá negaba con la cabeza; casi siempre sin hablar.

—¡Terrible! —decían cada tanto, una o la otra. Porque ninguna de las dos podían creer que una tormenta pudiera lastimar así.

Pero todo esto fue bueno para Bauti.  Su mamá y su tía Leila estaban tan en su mundo que apenas le prestaban atención a él. Y por otra parte, como había habido tantos destrozos en el barrio de su tía, durante el día se la pasaban allá. Y estar en la casa de la tía Leila significaba estar con Ojos. Y así fue como empezaron a conocerse.

Lo primero que supo Bauti es que no era para nada inquieto: lo encontró en el mismo lugar donde lo había dejado el día anterior, atrás de la cortina del living. Y casi en el mismo acto supo también que no sentía ningún dolor, porque en cuanto lo tomó de la mano y tironeó para que se moviera, el brazo se le desprendió.  En ese momento horroroso fue cuando le puso el nombre. Porque el zombie no hizo ninguna mueca, no se quejó para nada ni intentó recuperar la parte del cuerpo que había perdido:

—¡Pero tendrías que haberle visto los ojos, Cami! Esa mirada me lo dijo todo, y supe que nunca pero nunca me iba a lastimar.

Le dije a Bauti que el nombre estaba bueno. Pero seguía sin entender el asunto de la Play: ¿Ojos tendría que volver al videojuego? Y justo cuando estaba por responderme eso, se prendieron las luces del estadio.

¡Tengo un zombie! (Capítulo 5)

Capítulo 5: ¡Bienvenido al mundo!

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Ilus de Maine Diaz para Letra Impresa

Entonces cayó otro rayo y la Play se desconectó por fin. Quedé completamente a oscuras. Afuera solo se escuchaba al viento. Corrí la cortina, pero apenas se veía a través del agua que caía como una catarata sobre la ventana.

—¡Está lloviendo, tía! —grité.

—¡No me digas! —me contestó ella, con fastidio. Eso me dolió, porque no estaba acostumbrado a que la tía me hablara mal. Así que fui enseguida a la cocina, y me olvidé del zombie.

—¿Te ayudo? —le pregunté. Ella estaba con el secador en la mano, empujando el agua hacia el jardín. Aunque todo estaba en penumbras, vi un montón de ollas desperdigadas por el piso. Se escuchaban goteras por todos lados.

—¡Escurrime el trapo, corazón! —Me volvió el alma al cuerpo. Al final, no estaba tan enojada. Desde el lavadero, le conté de Ojos. Lo que hasta el momento sabía de él:

—… quise que fuera como yo… de terror… y unas zapatillas de básquet como las mías… ¡un zombie! ¿entendés?… Y entonces unas luces… ¿Viste los hologramas que hay en algunos museos?… ¡Y yo ni sabía que en la Play…!

—Habría que llamar a tu mamá. Debe estar preocupada —me interrumpió—. Yo nunca vi una tormenta igual ¿Pero será posible…? Cada vez que se corta la luz también me quedo sin teléfono. Buscá el celular en mi cartera, Bauti.

—No hay señal —le avisé.

—Andá al living. No sé por qué nunca hay señal en la cocina.

En el living estaba más oscuro. Aunque ya era prácticamente de noche, corrí bien la cortina para ver si conseguía un poco más de luz. La tele quedó a mis espaldas, y la verdad no le presté demasiada atención. Ni se me ocurrió mirar para el rincón donde antes había estado el holograma.  Casi de memoria tecleé el número de mi casa. Por suerte había señal: estaba llamando. Dos segundos antes de que atendiera mi mamá, escuché bien clarito:

—Aaagh.

Me di vuelta, y todo pasó a la vez: un enorme relámpago iluminó el cielo y (por lo tanto) el living, vi a Ojos por primera vez en carne y hueso (con su mirada blanca, la boca llena de sangre y la cabeza deformada), y mi mamá atendió el teléfono.

—Hola…Hola…Hola —me decía desde el otro lado. Yo dejé caer el aparato al piso. La batería cayó a los pies del zombie.

 

¡Tengo un zombie! (Capítulo 4)

Capítulo 4: Juego tormentoso

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Ilus de Maine Diaz para Letra Impresa.

¡Hubiera querido estar ahí, cuando Ojos se materializó! Bauti dice que después de escribir en la Play “Lento, torpe y de terror”, pasó a la siguiente pantalla. Otras veces había elegido cuerpos atléticos llenos de tatuajes y peinados afro con trencitas. Pero esta vez trató de que el jugador se pareciera más a él, así que le puso ojos grises y pelo lacio. Dice que le extrañó el cartel de “sugerencias”, porque nunca lo había visto a pesar de que haber jugado un montón de veces el mismo juego. Y mucho más le extrañó, cuando vio que podía agregarle ojeras, manchas de sangre, brazos larguísimos y putrefactos.

—¡Súper! —dice que gritó. Y que se acuerda perfectamente, porque la tía Leila preguntó qué había pasado desde la cocina.

Él se apuró a decirle que estaba todo bien, porque por nada del mundo hubiera querido que su tía entrara antes de tiempo. Claro que le iba a mostrar el jugador una vez que estuviera terminado, pero por el momento no quería que nadie lo interrumpiera. Ni siquiera la tía Leila. Estaba creando mucho más que un jugador: esta vez, era su criatura.

No sabe en qué momento empezó a llover. Estaba tan concentrado en la creación de su personaje que no se dio cuenta de lo que pasaba afuera. Y afuera pasaba de todo: el viento que, como un camión invisible, iba arrastrando carteles, canastos de basura y macetones. Soplaba tan fuerte que los árboles se desprendían como flores e iban cayendo sobre lo que fuera: calles,  autos, techos, paredones, rejas.

Y Bauti, sin enterarse de nada. Ni siquiera reaccionó cuando cayeron los postes de luz y todo Ituzaingó se quedó a oscuras. Dice que escuchó los gritos de su tía, que le dijo algo de la cocina inundada y le preguntó varias veces si estaba bien.

—¡Sí, tía! Estoy bien —le contestó él. Y siguió jugando. Aunque se dio cuenta de que la lámpara del living, la luz del pasillo y la radio se habían apagado, no se le ocurrió pensar que era imposible que la Play siguiera funcionando. Estaba demasiado concentrado en el juego. Ojos lo miraba desde la pantalla, con su musculosa de los Spurs, su muñequera roja, las zapatillas de básquet tan parecidas a las suyas.  Lo miraba con su mirada blanca de zombie, con la boca llena de sangre y la cabeza deformada a la altura de la oreja izquierda. Y entonces, en algún momento sucedió. Según Bauti,  cayó un rayo y enseguida después un montón de luces empezaron a salir del televisor. Y  a su lado apareció Ojos. Dice que al principio solo era una imagen, una especie de proyección o de holograma, como esos que están en los museos modernos y las películas futuristas. Que era increíble, pero que ya no estaba en la pantalla sino parado junto a él.

Mientras me lo contaba, volví a mirar a Ojos. Y no sé por qué, pero fue en ese momento cuando dejé de tenerle miedo.

 

 

¡Tengo un zombie! (Capítulo 3)

[Abro paréntesis]

Hace un tiempo compartí por este blog los primeros dos capítulos de ¡Tengo un zombie! (se pueden leer haciendo click aquí) Pues bien, continuaré con los siguientes a razón de uno por semana, en una suerte de novela por entregas versión 2.0. ¡Ojalá puedan seguirla!

[Cierro paréntesis] 

Capítulo 3: Un gusto para la tía Leila

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Ilus de Maine Diaz para Letra Impresa.

Si no fuera por la tía Leila, jamás hubiera conocido a Ojos.

—Tu problema es que elegís jugadores que no tienen nada que ver con vos. Tenés que aprender a conocerte, Bauti.

La miré como si estuviera loca. ¿Mi problema? ¡Pero si acababa de ganar el partido en la Play! Por supuesto se lo dije, mientras me tomaba el licuado de banana que ella había preparado especialmente con leche de alpiste.

—Justamente —me contestó—. En la Play siempre ganás porque elegís jugadores altísimos, fuertes y veloces. Y entonces, cuando te toca jugar en la vida real, ¡no sabés cómo moverte!

—¡Ay, tía! Si creara un jugador igual a mí, perdería hasta en la Play.

—¿Y si probás? —me dijo.

Volví a mirarla como si estuviera loca.

—Dale, dame el gusto. ¿O yo no te doy todos los gustos a vos?

Y era cierto, la verdad. Mi tía Leila es lo más. Y además ¿a mí qué me costaba? Así que me terminé el licuado de un trago y volví a sentarme frente a la tele. Elegí con el joystick  “Nuevo juego” y volví a empezar.

—¡Vas a ver que resulta bien! —me dijo ella, antes de irse para la cocina y dejarme solo en el living.

Pulsé X para cargar el nombre del jugador; pero esta vez no escribí Lebron ni Ginóbili ni Michael Jordan, sino “Bautista Puccini”.  Y puse otras verdades, como estas:

Mano buena: zurdo.

Club: Gimnasia y Esgrima de Ituzaingó

Altura: 150 cm.

Peso: 36 kilos.

Otras cualidades para destacar: Lento, torpe y de terror.

Sí, ya sé. Fui demasiado duro conmigo mismo. Es que entonces todavía no me conocía muy bien. Y en el fondo, gracias a esas horribles cualidades que yo creí que tenía, Ojos llegó a mi vida.  Así que de ninguna manera voy a culparme por eso.

El obsequio (versión de una leyenda mapuche)

Araucaria-Araucana-C.-Valverde

Esta historia se contó por primera vez hace tantos años, que ya no se puede saber cuántos. Seguramente nació alrededor del fuego (porque así se contaban las historias antes) en un idioma diferente al nuestro y en medio de un escenario majestuoso. Un lago y, a lo lejos, unas montañas nevadas. Un árbol que se balancea con el sonido del viento. Tiene un tronco larguísimo y unas ramas verdes y frondosas que se elevan hasta las nubes.  Se llama pehúen y es el corazón de esta leyenda, que así comienza:

Hubo una vez un pueblo que debió soportar un invierno duro. Bajo la nieve, se perdieron casi todos los frutos y todos los cultivos. Se alejaron los animales, y ya no hubo qué comer.

Ankatu salió, como otros, a buscar alimento. Se alejó de la aldea con la esperanza de encontrar algo más que piñones de pehuén, que no podían comerse porque eran venenosos.

–¿Por qué nos das tantos piñones, Nguenechén  –se quejó en voz alta, sin pensar que el buen dios lo escuchaba– , si no nos sirven de nada?

Apenas acabó de decir aquello, un anciano de larga barba  y mirada bondadosa se presentó frente a él.

–Pueden comer esos piñones, Ankatu. –le dijo– Serán mi obsequio. Hiérvanlos hasta que se ablanden. Tuéstenlos y guárdenlos bajo tierra para que nunca les falte alimento otra vez. Y celebren. Porque el árbol sagrado es de ustedes y el pehuén seguirá creciendo en su tierra, y alimentándolos.

Cuando, más tarde, el sabio de la tribu escuchó el relato de Ankatu, no dudó ni un instante:

–¡Nguenechén ha bajado a la tierra para salvarnos!

Y todos comieron los deliciosos piñones, que hervidos y tostados, les devolvieron la vida. Fabricaron también con el fruto del pehuén una bebida que llamaron chahuí. La bebieron en honor a Nguenechén. Y celebraron.

Porque sabían que muchos años después los hijos de sus hijos seguirían hirviendo y tostando los piñones del pehuén, para alimentarse con ellos. Y, sobre todo, sabían que esta historia volvería a contarse una y otra vez, tal vez en otro idioma, pero de un modo más o menos parecido al que te cuento ahora.

 

Hechizo

Mi vecina, doña Carmen,
tiene un álbum familiar
con fotos en blanco y negro
que la invitan a contar…

“Aquí está mi abuelo Anselmo
con mi madre y Josefina,
una prima que al final
nunca vino a la Argentina.

Yo la ubico bien de nombre,
pues es hija de Manuela,
la tía que en esta foto
toca las castañuelas.

Mis tíos Luis y Eliseo
son estos que ves acá,
los dos  están despidiendo
en el puerto, a mi papá”.

A mí me da mucha pena
Cuando se queda mirando
La foto de aquel hermano
que perdió hace muchos años.

Y entonces voy y la abrazo
¡Qué bien funciona mi hechizo!
pues dice, otra vez contenta:
“¡Ay, sos mi nieto postizo!”

 

 

 

 

Cuestión de gustos

A la señorita Mabel le gustan las cabezas peinadas, las uñas limpias y las zapatillas relucientes.

Supongo que por eso no le gusto yo: mis colitas siempre están caídas, las uñas con tanta mugre que hasta yo me sorprendo y las zapatillas del cole (que son blancas) de cualquier color que se te ocurra (menos blanco).

Por eso, el día de la excursión me hizo sentar con ella en el micro.
—¡Y que no vuele una mosca! –agregó con el dedo en alto, como si yo fuera la emperadora de los insectos voladores y pudiera dominarlos con el control de mi mente.

Durante el viaje me retó por un montón de cosas que no entendí: “No te arrodilles en el asiento”, “No te pegues el chicle en el flequillo”, “No dibujes con el dedo en la ventana”.

Después, cuando llegamos al planetario, pensé que iba a salvarme de sus NO. Pero no:
“No te corras de la fila”, “no hables”, “no toques”, “no comas alfajor”. Y el más contundente de todos, él más enérgico y definitivo, el que me tuvo en capilla el resto del viaje (y ni siquiera pude enterarme de qué es eso de estar en capilla porque ni me dejó preguntar):
—¡No interrumpas cuando habla un mayor! Sigue leyendo

Mariposa de madera

(hago un paréntesis para explicar: me pidieron este caligrama para un manual. Tenía que ponerse en diálogo con esta canción de Miguel Abuelo).