El festejo

“Dominga, ¿cómo va el locro?”
pregunta Doña Manuela
La negra dice: “Ya casi,
prontito estará la cena”.

Se va sintiendo el festejo:
La patria entera celebra.
Un señorito se abraza
con otro que vende velas.

Dominga encendió faroles
Temprano puso la mesa
y los cubiertos de plata
y la vajilla francesa.

Los invitados, vestidos
de tan distintas maneras:
se ven trenzas y peinetas
se ven ponchos y galeras.

Resuenan vals y cielitos,
pericones y minués.
Y cuando escucha el candombe,
Dominga mueve los pies.

“¡Negrita, ya somos libres!”,
le dice el niño Joaquín.
Y ella pregunta, bajito:
“¿Y cuándo me toca a mí?”

¡Llegó el correo!

Acabo de recibir mis ejemplares, lo que quiere decir que mis Versos de había una vez ya están circulando por ahí. Es una reedición (ampliada y mejorada, creo) de uno de mis primeros y más queridos libros. Esta vez, editado pro Tinta Fresca y con las ilus perfectísimas de Paola De Gaudio.

Más info, en la editorial.

De paro

En alguna biblioteca
(así circuló el rumor)
se juntaron de improviso
las tildes del español.

Primero hicieron terapia:
“¡Todo el mundo nos olvida!”
Después dijeron: “¡Ya basta,
tomemos una medida!”

Así decretaron paro
por un tiempo indefinido
dejaron de trabajar
¡y comenzaron los líos!

Las playas de Mar de Ajó
se volvieron Mar de Ajo
¡Pobres peces, inocentes!
¡Qué mal aliento les trajo!

Un papá que conversaba
sentado en el comedor
se convirtió en una papa
y casi fue guarnición.

Y la abuela que una tarde
barrió toda la terraza
después tuvo que aguantar
un barrio sobre su casa.

Y hubo más, dicen que un chico
con la sábana jugó
A ver, piensen un poquito:
¿se imaginan qué pasó?

Un héroe de plastilina

Como otros superhéroes, Megaplás encontró su destino de pura suerte. Podría decirse que fue un error de laboratorio. O del aula de Primer Grado, porque ahí nació. Su creador, el ingenioso niño Wally, le dio vida un 22 de mayo poco después de las 9:52 de la mañana, cuando sonó el timbre del recreo.

­–Pongan sus creaciones sobre la maqueta –les había dicho la señorita–. Las exhibiremos en el patio durante toda la semana.     

¡Encima eso! Como si ya no hubiera sufrido bastante con la actividad, Wally tendría que aguantar también la humillación de que su torpeza con la plastilina quedara a la vista de todo el colegio.  

Le había tocado la de color rosa. Así que su primer intento fue hacer un cerdito. No le salió. Después probó con una flor: tampoco. Un flamenco, un globo, un helado. No, no y no. ¡Era un soquete con la plastilina! Para colmo, de tanto manosearla, el color se fue mudando a un gris rosado bastante asqueroso. Y la figura final terminó siendo una pelota medio cuadrada con tres orejas extrañísimas.        

Cuando sonó el timbre, todos (menos Wally) salieron disparados del aula y una corriente de aire puso a volar los papeles del escritorio. La maestra protestó:  

–Siempre lo mismo, se vuelan a cada rato. Y ese chiflete que entra por la ventana no ayuda.

Mientras la seño juntaba, Wally se acercó a la maqueta. Miró el delfín de Juani, la ranita de Ema, el camión de Efraín. ¡Estaban todos buenísimos! Y eso lo hacía sentir peor.

–¿El tuyo es un alien, Wally? –preguntó la seño, adivinándole la tristeza.

Él miró su extraña criatura gris rosada y no supo qué contestar al principio. Entonces se cayó un dibujo de la cartelera.

–¡Ay! –volvió a quejarse la mujer –. Este corcho ya no da para más, ni las chinches aguantan.

Y fue en ese minuto exacto cuando nació Megaplás. Wally arrancó una de sus orejas gris rosadas, la presionó contra el corcho y adiós, problema: la chinche se volvió a pinchar.  

Otra oreja fue directo a la ventana. Hizo un choricito y así tapó el chiflete que se colaba por el vidrio.

–No es un ningún alien, señorita –Wally contestó por fin a la pregunta que antes se había quedado sin respuesta–. Se llama Megaplás, y es un superhéroe.

El niño volvió a moldear su criatura. Añadió más plastilina y aparecieron dos nuevas orejas. Sonrió satisfecho. Era una hermosa creación.

– Será el guardián del aula –prometió la maestra–. Y vivirá justo encima de esta pila de papeles, para sujetarlos.  

Megaplás se acomodó en su nuevo hogar. A Wally le pareció que sonreía.

Lo que yo quiero

Yo no quiero ser ese
que te sigue en las redes
y opina sobre tu cuerpo,
tus gustos, tu identidad.

Yo no quiero ser alguien
que te pide que cambies,
y recorta y anula
tu propia voluntad.

Ni quiero que mi risa
te apague la sonrisa,
te rompa, te derribe
te parta a la mitad.

En cambio, quiero verte
oírte, conocerte
abrazar diferencias,
aceptar tu verdad.

Porque yo quiero un mundo
un poquito más justo
que no ponga fronteras
ni avance para atrás.

Que no imponga batallas
(¡Ni siquiera en pantallas!)
que nos nieguen la suerte
de vivir la amistad.  

Idea

Cuando recién nos mudamos
mamá plantó la semilla
Yo iba al jardín y mi hermana
me llegaba a la rodilla.

Brotó una tarde de octubre
apenas dos, tres hojitas
Pero mamá hizo un festejo
y cocinó galletitas.

Nos dijo cómo regarlo:
¡No más de una vez al día!
El tallo se puso ancho
(en tronco se convertía)

Un día tuvo mil ramas
y muchas flores chiquitas
«¡Qué blancas y perfumadas!»,
opinaban las visitas.

Y ahora, que ya está grande
y lleno de mandarinas
me invade bajo su sombra
una idea repentina.

La pienso, la saboreo
¡Ay, qué idea más bonita!
¿Si como un gajo ahora mismo
y planto las semillitas?  

Continuación

El señor Hook completa el libro de viajes por última vez. Anota un horario, aunque no lleva reloj (odia los relojes) y es exacto: nueve horas, dieciséis minutos, dos segundos. Todavía no amanece. Es lógico: aquí, en Ushuaia, los días son cortísimos.  

Le cuesta recordar cómo llegó a este sitio. Pasaron demasiados años. Cuarenta y tres, para ser exactos. Un guardabarrera interrumpe sus pensamientos:

–¡Felicitaciones, señor Hook! –Él levanta el gancho en señal de saludo. Lleva tantos años aquí que ha adquirido buenos modales.

Atraviesa la puerta principal de la estación y se dirige directo al andén dos. Enciende la caldera. En cuatro minutos, la locomotora ya está en marcha. El humo se confunde con la nieve del paisaje. Blanco sobre blanco.

Hook se ha acostumbrado al frío. Es algo que extrañará. En eso piensa mientras jala la palanca. Tu tuuu, el silbato anuncia la salida. Nueve horas, veintidós minutos, cero segundos. Ya es hora.

El tren se aleja de la estación. Va sin pasajeros. Hook lo ha pedido como regalo de jubilación: un último viaje hasta los talleres. Si todo va bien, no llegará a los talleres.  

Acelera. El traqueteo del tren se confunde con los latidos de su propio corazón. Así de nervioso está. Como hace cuarenta y tres años, cuando sorpresivamente vino a parar a esta región desconocida.

Apenas recuerda los instantes previos a su llegada. La fastidiosa voz de Smee: “¡Cuidado, Capitán Garfio!”. Su gancho soltando el timón. El frío de la espada contra sus riñones. Un salto hasta el palo de mesana. ¡Ah, su adorado barco, el Jolly Roger, que levanta vuelo!  Y ese niño del demonio, Peter Pan.  

Zac, su espada corta una nube al medio. El enemigo retrocede y él avanza un paso. Zac, un paso más.  Zac, otro que es también el último. Cuando se da cuenta, ya está en el aire.  Pero él no puede volar.   

Y cae. Cae por toda una galaxia y llega al punto final de un planeta que se llama Tierra. A las aguas heladas del Canal de Beagle, donde alguien lo confunde con un náufrago. Lo llevan a una aldea, lo bañan, le dan ropa nueva, lo empiezan a llamar Hook y le enseñan el oficio de maquinista. Sin niños perdidos ni polvos mágicos ni inútiles ayudantes buenos para nada. En un tren seguro, que anda siempre por sus vías y no puede volar.   

Hasta ahora, porque es tiempo de volver a casa. Nueve horas, veintiocho minutos, cincuenta y siete segundos. Está por salir el sol y en ese amanecer se verá la ruta hacia el Nunca Jamás. Un nuevo Jolly Roger lo llevará a destino. Directo hasta la segunda estrella, sin escalas.   

Hook ha introducido suficiente polvo de hadas dentro de la caldera (¡hay tantas de estas criaturas desperdigadas por los bosques de la Patagonia!). Apenas asome el primer rayo, la locomotora se elevará. Y se elevará. Y atravesará el bosque. Y las montañas. Y el cielo. Y el universo lleno de estrellas. Y como el buen capitán de barco que nunca dejó de ser, Hook reconocerá su isla. El árbol de los ahorcados, el campamento indio, la roca de las sirenas.  

Y exactamente a las nueve horas, treinta y tres minutos, doce segundos (Hook lo sabe con certeza, aunque no le gustan los relojes) Peter Pan lo verá volver, después de cuarenta y tres años, montado en el mismísimo Tren del Fin del Mundo para acabar esa batalla que nunca terminaron.   

Un buen trato

Merlín es un exagerado (eso no lo vamos a negar) pero la verdad es que estamos donde queremos estar. Si vivimos en este lugar es porque estamos bajo su protección, y no somos desagradecidas. Está bien: la historia no es exactamente así como él la cuenta. ¿Pero a nosotras qué nos importa?

Lo primero que hay que aclarar (más allá de lo que digan todos) es que Merlín no tiene un don extraordinario. Él dice que habla con las hormigas, y eso es verdad. Porque hablar, nos habla. “Traigan esas hojitas”, dice. Y nosotras, como entendemos y somos obedientes, le llevamos lo que nos pide. O sea: somos nosotras las del don extraordinario. Nosotras, que lo entendemos a él.  

Merlín, en cambio, no sabe ni una palabra de hormigonés. Incluso creo que ni siquiera nos escucha. Porque (antes de venir para Camelot) le pedimos de mil maneras diferentes que nos dejara en paz, que por favor dejara de observarnos. Y él seguía, como si nada. Todo el día tirado panza abajo, mirando lo que hacíamos o dejábamos de hacer. Incluso en esa época nos puso un nombre a cada una. Yo soy Diecisiete y mi mejor amiga (que en paz descanse) se llamaba Dieciséis.

A veces nos cambiábamos de lugar, para confundirlo. Y él, aunque no nos sacaba la vista de encima, ni siquiera se daba cuenta. Después iba y le decía a todo el mundo que nos conocía más que nadie. ¡Ja, él quisiera!

Otra de las pavadas que cuenta es que nosotras le revelamos la ubicación de Camelot. Que lo trajimos directo para acá. ¡Como si hubiera sido nuestra intención! En realidad, quisimos escaparnos (de verdad era muy molesto que nos estuviera observando todo el tiempo) pero estaba tan obsesionado con nosotras, que nos siguió.

A los pocos días detuvimos la marcha y empezamos a construir nuestro hormiguero bajo tierra. Entonces, se volvió loco.

–¿Dónde se metieron? –gritaba desde arriba y ¡zas, zas, zas! nos fue bombardeando a espadazos. Con su jueguito de la espada no solo perdimos a Dieciséis (que en paz descanse), yo me despedí de media antena y Diecisiete se quedó sobre tres patas. De alguna forma había que pararlo.  Así que la Reina nos ordenó. Hay que ver lo fortísimas que somos al trabajar en equipo. Nos agarramos de las patitas y formamos una red que aprisionó la punta de la espada.

Sentíamos cómo Merlín la tironeaba para arriba, pero no estábamos dispuestas a ceder. El hombre era un peligro con esa espada en mano, mejor que se quedara enterrada.

Enseguida empezó a desfilar un montón de gente. Claro: Merlín les había prometido que quien pudiera desenterrar la Excalibur (así le puso a la espada) sería Rey de una Nación. Nosotras aguantamos lo que pudimos. Tampoco nos íbamos a quedar eternamente así, sujetando la espada hasta el fin de nuestros días. Así que cuando llegó un tal Arturo, que nos cayó simpatiquísimo, soltamos la Excalibur y nos fuimos a buscar un nuevo hogar.

El hogar fue Camelot, y Merlín (que no puede hacer nada sin nosotras) decidió que era la Nación ideal para cumplir su promesa. No salió mal. El Rey Arturo mandó a construir un castillo justo encima de nuestro hormiguero. Y la mejor parte es que tenemos acceso directo a las cocinas del reino. A sus terrones de azúcar, sus tarros de miel, sus panes recién horneados.

Como contamos con la protección del Gran Mago Merlín (el Consejero del Rey) al cocinero no le queda más remedio que soportarnos. Así que estamos a mano: que Merlín cuente su historia como quiera, mientras nos deje seguir viviendo aquí, en nuestro Camelot-Paraíso.  

La luna de Milena

Me pone muy contenta compartir esta noticia. La luna de Milena, uno de mis cuentos más queridos (fue parte de una antología que me publicó Sigmar hace muchos años), ha ganado autonomía y ahora empieza a circular con nombre propio y en una edición que es un sueño (ilustrado hermosamente por María Lavezzi y editado con mimo por Editorial Ekeka, en tapa dura y un tamaño y un papel y unos colores hermosos).

Ya disponible en librerías y en la página web de la editorial.