
En tiempos lejanísimos había una princesa que estaba acostumbrada a jugar sola. Vivía en un palacio con mil quinientas recámaras, junto a un precioso laberinto de arbustos que terminaba en un bosque.
Fue en ese bosque donde comenzó esta historia. Justo debajo de la sombra de un tilo y frente a un manantial ruidoso. La princesa se entretenía allí, como cada tarde, lanzando hacia arriba una pelota de oro. Pero hizo un mal cálculo y ¡plaf! el juguete cayó en el agua.
Desesperada, se acercó a la orilla. Metió una mano, el brazo, incluso el hombro, pero no llegó a tocar el fondo. También intentó mirar, pero solo vio el reflejo de su propio rostro entristecido.
Así que empezó a llorar porque ¿qué otra cosa podría hacer en esas circunstancias? Lo hizo tan ruidosamente que una rana se asomó a ver qué pasaba:
—Dime por qué lloras.
Era una rana fea y viscosa, llena de protuberancias y con ojos saltones. No había razón para contarle lo sucedido, pero muchas veces las cosas se hacen sin razón y la princesa le contó.
La rana no dudó en hacer un trato.
—Si yo te traigo la pelota ¿tú qué me das a cambio?
—¡Lo que quieras! —respondió la princesa—: vestidos, joyas, ¡hasta mi corona!
—No me interesa eso. Pero aceptaré tu amistad.
La princesa casi se le ríe en la cara. ¿Cómo iba a ser ella amiga de una rana? Las ranas no viven en palacios ni comen en platos de porcelana ni duermen en edredones de plumas. Pero por otro lado, ¿quién más podría ayudarla? Así que aceptó el trato.
Habrá quien crea que la princesa intentó engañarla, que desde el principio supo que iba a faltar a su palabra. Pero no fue así. Mientras no tuvo su pelota en la mano, realmente estaba dispuesta a hacer lo necesario para recuperarla.
El problema fue que apenas consiguió lo que quería, ya no vio la necesidad de sacrificarse. Así que en cuanto la rana le entregó la pelota, la princesa corrió sin mirar atrás, atravesó el laberinto y regresó a su palacio.
Por supuesto, la rana no pudo seguirle el paso. Y seguramente dio muchas vueltas en el laberinto, porque ya era de noche cuando se la vio subir por las escalerillas de la entrada principal.
Ábreme, princesa
pues debes todavía
cumplir una promesa.
La voz de la rana se escuchó desde las mil quinientas recámaras y la princesa no tuvo más remedio que dejarla entrar porque, después de todo, lo que reclamaba era justo.
A regañadientes, fue concediendo todas y cada una de las cosas que la rana le exigió: la subió a su silla de terciopelo, cuando la rana quiso sentarse a su lado. La acomodó en su plato de porcelana, cuando la rana quiso compartir su comida. La acercó al fuego, cuando la rana se quejó de frío. Y finalmente, la llevó a su habitación, cuando la rana dijo que ya quería dormir.
En esa habitación ocurrió el prodigio, justo cuando la princesa tuvo el impulso de arrojar a su nueva amiga por la ventana. O mejor: justo en el momento en que decidió no hacerlo, quién sabe por qué razón. Tal vez por pura intuición, o porque a la magia le gusta llegar a tiempo.
—Con tu amistad, has roto el maleficio que una bruja malvada arrojó sobre mí —le explicó después el príncipe, que dejó de ser rana. Y le propuso matrimonio.
Ella dijo que sí, pero aún no cumple su promesa.








