Había una vez un rico mercader que perdió toda su fortuna. Sus tres embarcaciones —magníficas, lujosas—habían desaparecido en medio de una tormenta dejando solo al mar como testigo.
¡Ay, cuánto sufrieron sus dos hijas mayores, acostumbradas a los terciopelos, a las puntillas, a las finas alhajas y a los perfumes extranjeros! Y los hijos varones, que tuvieron que ponerse a cosechar como campesinos. Solamente la hija menor conservó su alegría, aun cuando habían tenido que mudarse al campo y entregarlo todo para costear las pérdidas de aquellos barcos:
—Me gusta la nueva casa. Al ser pequeña, es más cálida. Ya no tendrás que viajar y podremos pasar más tiempo juntos, padre.
—¡Qué bien puesto está tu nombre, Bella! —dijo el mercader, mirándola a los ojos. Era cierto: bella era su mirada, su cabello ondulado y sus labios finos; y bello, también, su corazón. Porque ella siempre tenía una palabra amable, una sonrisa, un gesto para alegrar los días que tan difíciles se habían vuelto para todos.
Si hacía calor, Bella iba hasta los sembradíos con agua fresca para aliviar la sed de sus hermanos. Si la luz de las velas cansaba la vista de su padre (¡cuánto había envejecido por las preocupaciones!), Bella leía en voz alta para él. Si sus hermanas lloraban añorando fiestas, Bella tocaba el clavicordio para aliviarles la pena. Y también preparaba ricos bocadillos, aun cuando los ingredientes escaseaban. Y confeccionaba buenos trajes y vestidos que, de tan bien hechos, disimulaban la sencillez de las telas. Y llenaba de flores cada cuarto y abría todas las ventanas para que el sol se metiera en cada rincón. Y sí: ¡qué bien puesto tenía el nombre, Bella! Sigue leyendo
