De camino a Guañacagua hay una gruta que está llena de sapos. Tienen los ojos tristes y el canto asustado. Y aunque nunca están quietos, una cadena invisible parece sujetarlos a un pozo de agua dulce que está cerca de allí.
Aunque nadie sabe por qué, los varones no se acercan al pozo. Son, en cambio, las mujeres las que buscan agua y evitan ver los ojos de los sapos que, presos de la gruta, las miran fijamente como pidiendo socorro. Tristes, muy tristes miran esos ojos a todas las mujeres que se acercan al pozo.
Hay quien dice que aquellos no son sapos. Que hace mucho tiempo, cuando todavía era posible hablar con las estrellas, a la vera de la gruta vivía todo un pueblo. Un pueblo con sus cultivos y sus rebaños; sus viviendas de adobe y sus preciosos patios. Un pueblo que el buen Waira acunaba con sus vientos cálidos y la Pachamama abrazaba como a hijos propios.
Cuentan también que eso fue antes de que un agua cristalina bajara por la vertiente de la montaña. Fue antes de que se estancara en el pozo maldito que antecede a la gruta. Por qué ha bajado el agua, nadie sabe. Tal vez los habitantes de aquel pueblo ofendieron a los dioses: ni las estrellas quisieron explicarles la razón del castigo.
Porque fue un castigo, aquel pozo. Un castigo que se fue llevando, uno a uno, a los varones más jóvenes del pueblo. Que dejó a los ancianos y a las mujeres solas, lamentando la pérdida de esposos, amantes, amigos, hijos valerosos. Un castigo que derrumbó aquel pueblo antiguo, del que ya no queda siquiera un recuerdo de su sombra. Sigue leyendo



