Culpa

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Cuando entró al cuarto ya estaban dormidos. El libro sobre la mesa de luz, con el señalador todavía en la misma página. Se sintió culpable. Aunque estaban lo suficientemente grandes para leer solos, tenían un ritual. Y ella llegaba tarde, una vez más. Siempre tanto trabajo y el tráfico y los informes que no pueden demorarse más. Y qué pena: la lectura quedará para mañana.

Los arropa (ese es un gusto al que no va a renunciar). Les besa la nariz como cada noche y presiente el escalofrío en su respiración dormida. A Javi hay que cortarle el pelo.  Este pijama ya no sirve más: cuánto ha crecido Cande últimamente. Sale de la habitación sin hacer ruido.

Se asoma entonces a su propio cuarto y ve la televisión encendida. Como las últimas noches, nadie la mira. Pedro le da la espalda, sentado al borde de la cama, otra vez con la vista fija en la misma foto. La foto de los cuatro, aquella navidad. Los ojos de él se pierden en quién sabe qué recuerdos y ella nota por primera vez algunas canas: es cierto aquello de que la tristeza nos hace envejecer. Y entonces otra vez vuelve la imagen para llenarla de culpa: el trabajo, el tráfico, los informes que no pueden demorarse más. Y también el asfalto mojado de aquel día, las luces que la encandilan y finalmente el camión. El camión que (congelando el tiempo) seguirá postergando los encuentros, día tras día.

Ángeles custodios (leyenda urbana)

Vías

Cuando murió Juani, sentí que me faltaba el piso bajo los pies. No sé si se entiende lo que quiero decir: de verdad no sabés cómo seguir adelante. Porque no querés seguir adelante: ¡todo pierde sentido! ¿Levantarme? ¿almorzar? ¿regar las plantas? Nada te importa después de que la vida te sacude así.

Pero, claro, estaba Sofía. Y por ella tuve que seguir. Y dar la cara en el colegio y aceptar todos los pésames y, peor, todas las miradas. Porque la gente no puede evitar mirarte, así: con lástima. Y aunque no lo nombran, vos sabés que cada vez que te dirigen la palabra (aunque sea para preguntarte a qué hora es la reunión de padres) están pensando en Juani y en nuestro dolor y en aquel año espantoso que pasamos.

Nunca se termina de superar algo así. El tiempo no te hace olvidar, para nada. Pero aprendés a convivir con la tristeza. Y te volvés invencible: porque ¿qué más te puede pasar? Desde la muerte de Juani –es más, desde que nos dieron el diagnóstico en el hospital– sé que nada va a dolerme tanto como eso. Nada.

Y aquel día, cuando el tren estuvo a punto de arrollarnos, lo comprobé. Perdí la noción del aquí y ahora; necesité buscar a Sofi, hacerle saber que no estaba sola, pero nada más. Miedos, no tuve ninguno. Si hacía dos años había sentido que un tren me había pasado por encima ¿qué diferencia podía hacer, uno real? Sigue leyendo

La mancha en el vestido (leyenda urbana)

 

La historia del carnaval ya la conocía. Mi mamá me la contó una vez, apenas empecé a venir al club. Entonces dejé de decirle “vieja loca” a Charo, aunque nunca abra las persianas ni converse con nadie. Es increíble cómo a veces la fatalidad se ensaña con algunas personas. Porque a esa mujer sí que le pasaron cosas. Primero, lo del marido, que murió en el incendio de la fábrica. En la misma semana lo de sus padres, que chocaron de frente con un camión de gallinas. Después la hija más chica, que se pescó la tifoidea. Mamá dice que la enterraron en un cajoncito blanco, que nunca fue a un entierro más triste, en toda su vida. Y encima, lo del carnaval.

¡Como para no volverse loca, pobre Charo! Es lo que les dije a los chicos, mientras jugábamos al metegol en el club, sin saber que don Hugo nos estaba escuchando.

A don Hugo le encanta contar historias de miedo. A veces son películas, yo sé. O libros que leyó, como Frankenstein. Pero  mis favoritas son las otras, las que pasaron de verdad, en el pueblo. Mamá dice que esas también son macanas, porque don Hugo se deja llevar por lo que está contando: repite exactamente lo que dijeron y sabe lo que piensa y lo que siente cada una de las personas que nombra. Y eso, dice mamá, solo pasa en literatura.

Como sea, me quedo mil veces con la versión de don Hugo. Porque para él, Charo no se volvió loca aquel carnaval, sino un año después. Cuando vinieron  esos chicos desde Giles o San Vicente (no se acuerda bien) a una matiné que se organizó acá en el club. Mi mamá se acuerda de ese día. Se acuerda incluso de Joaquín, que es el que inventó toda esa historia con Leti.

Mamá dice que la inventó. Don Hugo piensa distinto: Sigue leyendo

Accidente fatal (leyenda urbana)

La historia es conocida entre los camioneros. Y aun cuando entiendo que puede tratarse de una superchería de esas que se cuentan por aburrimiento o por ignorancia,  he llegado a soñar con la mujer.

No, jamás la he visto. Pero sé que es ella: con sus jeans ajustados y sus botas salteñas; la camisa a cuadros anudada bajo el pecho; el colgante con la mariposa; el cabello semiatado, ondulado y cobrizo; la nariz respingada y las pecas y las largas pestañas y los ojos grises.

Es ella. Y en mis sueños aparece tal como la vio Román aquel amanecer lleno de bruma. Con la respiración agitada y el ojo izquierdo entrecerrado por la contusión. El mechón pegoteado en la mejilla, y la sangre  ─tan fresca─ perdiéndose en el cuello.

Cada vez que paso por el cruce de Acheral, cuando apenas se asoma el desvío a la 307, me distraigo buscando a la mujer de mis sueños, que desconcertó a Román y sigue animando nuestras charlas en los encuentros fortuitos que nos depara la ruta.

Desde que conozco la historia, no puedo andar por la vieja traza de la 38 ─la que llaman (¡curiosamente!)  “ruta de la muerte”, la de las rastras cañeras  y la trocha angosta─ sin ponerme a contar las grutas que se van sumando. Los pañuelos rojos, las imágenes, las notas, las velas, las flores, las botellas, los crucifijos. Y no solo a la altura de Acheral, frente al desvío de la 307, donde Román vio a la mujer: los sombríos santuarios que los vivos levantan en memoria de sus muertos van sembrándose a la vera del camino como una plaga de yuyos que es imposible parar. Me pregunto cuántas historias habrá, como esta. Cuántas que nunca se han contado. ¿Cuántas? Sigue leyendo

Consuelo

«¿Y me va a tapar si me destapo?». Ni eso, ni prepararle la leche, ni llevarlo al cole, ni siquiera hacerle sana sana cuando se caiga de la bici otra vez, ahora que anda sin rueditas…¿Qué le puede importar a él que su madre lo mire desde el cielo entonces? El padre clava la vista en el televisor y sonríe con la esperanza de que el chico crea que los ojos le brillan por el reflejo de la pantalla. Ya ha tenido que hablar tres veces con la directora este último mes y excusarse con cuatro compañeritos distintos porque si no roba, pega y si no insulta, escupe. «¡Si ella estuviera aquí!», no puede evitar pensar y vuelve la cara hacia la ventana, para que Nahuel no vea la lágrima que le atraviesa el rostro diez años más viejo desde el entierro, seis meses atrás.

Y entonces la madre vuelve transparente, etérea como una brisa suave y se cuela  a través del dintel de la ventana. Nahuel ve danzar frente a la biblioteca un millón de partículas transparentes que por el reflejo del atardecer parecen bichitos de luz. Un lomo amarillo le busca los ojos y el niño, como movido por una fuerza invisible pero irrechazable, acaricia la vetusta tapa donde un lobezno ceniciento corre al encuentro de (más tarde sabrá) el indio Castor Gris.

Y su tristeza, así, descansará de a ratos, perdiéndose en las páginas del libro.

Negación

«No sé si les pasa, pero me es imposible evitar que los muebles se manchen con ceniza. Peor con la manía de Juan Carlos, de no mirar hacia abajo cuando descarga el cigarrillo», lo dice mientras le arregla el cuello de la camisa y, con las palabras todavía flotando en el aire, vuelve sobre sus pasos y se mete en el dormitorio. Elena sale con una corbata azul colgándole del antebrazo y continúa hablándonos de la ineficacia de los lustramuebles mientras le hace el nudo con una prolijidad que asusta y arregla los pliegues de su último traje. Recién entonces parece darse cuenta de que ha quedado viuda y cierra el cajón de un golpe.