¿Valiente, yo?

Qué ironía que todos me miren así. Como si yo fuera el más valiente de los valientes.  Justo a mí, que casi siempre estoy muerto de miedo.  Y no es que sea terrible tener miedo. Hasta los animales más grandes tienen miedo. Hasta los más feroces. Y no lo digo yo sino Don Búho. Don Búho que es el más sabio entre los sabios acá.

—Yo conocí por lo menos dos leones —me dijo el otro día— que eran el colmo de la cobardía. Uno le tenía miedo a la noche, el otro a las hormigas.

Yo me reí. Del segundo me reí. ¡Porque tenerle miedo a las hormigas! Hasta yo, que soy el zorrino más miedoso del mundo, sé que las hormigas son inofensivas.

Pero mi caso es distinto. Mucho más delicado. Yo ya sé que nadie es perfecto y que uno tiene que aceptarse como es. Mi mamá, por ejemplo,  es malísima haciendo madrigueras. Y a mi primo Zuri no le pidas que te traiga miel porque se lleva re mal con las abejas. Cada uno tiene sus defectos y está bien,  yo no me quejo de eso. ¿Pero justo a mí tenía que tocarme ser miedoso?

Porque no me importaría ser un león miedoso. O una serpiente miedosa. Ni siquiera una mosca miedosa. El problema no es el miedo: no, señor. El problema es que soy un zorrino. Y, ay, los zorrinos cuando tenemos miedo… La cola se me levanta sola, así, de golpe, sin que yo pueda evitarlo y pufff… Ahí nomás lo rocío todo con este olor que ni yo mismo soporto. Y da igual que después te revuelques en el barro o te refriegues contra mil especies diferentes de flores: el olor no se va. Y se queda con vos hasta que pasan muchos soles. Y te lo llevás a la madriguera y  a cualquier tronco que te subas. Y lo peor, lo peor de todo, es que quedás en evidencia.

—Así que te pegaste un susto… —te dice uno.

—Qué cosa vos con el miedo —te dice otro.

Y encima te lo dicen desde lejos (tres árboles y medio de distancia, como mínimo), frunciendo los hocicos y haciendo la cabeza a un lado.

Y por eso, y no porque soy valiente, yo pregunté lo que pregunté. Porque yo quiero saber cómo hay que hacer para que los humanos te lleven a la luna. Según Don Búho, a veces precisan animales. Hubo una perra, Laika, que fue una astronauta famosa. Y bueno: yo también puedo ser.

Y eso no quiere decir que no me vaya a morir de miedo. Obvio que me voy a morir de miedo. Apenas se cierre la puerta del cohete espacial, no voy a poder evitarlo.  La cola se me va a parar de así de golpe, y puff… Ya todos sabemos.

Pero, bueno: al menos no voy a quedar en evidencia. Adentro del cohete voy a estar yo solo (porque dice don Búho que a los animales los mandan siempre solos) y una vez allá… ¿qué me puede importar?  Total,  384.400 kilómetros de distancia (es lo que según Don Búho, nos separa de la luna) son un poco más que tres árboles y medio ¿no?

 

Cuando me soltó el miedo

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Ilustración de David Gracía Forés: http://untipoilustrado.tumblr.com

Yo con la oscuridad me equivoqué. Pensé que íbamos a ser enemigos enemiguísimos por el resto de la eternidad, que yo iba a llegar a viejo teniéndole miedo y que jamás (¡jamás!) íbamos a hacer las paces.

Dar un paso en la oscuridad, para mí era exactamente igual que cruzar la avenida sin mirar, que nadar en un estanque lleno de cocodrilos o andar sin manos en la bici sobre una calle de asfalto.  En fin: una de las acciones más riesgosas y temerarias del planeta.  Y me hubiera seguido sintiendo así, si no fuera por mi abuelo, los chinos y la empresa de luz eléctrica.

Lo que ocurrió aquella noche fue más o menos mágico. No mágico en serio, porque nadie me apuntó con una varita ni me tomé ninguna pócima milenaria para volverme súper valiente. Lo que digo es que fue mágico de algún  modo, porque el miedo se terminó. Así de repente y sin que yo me diera cuenta de nada. Como si alguien hubiera dicho ¡Abracadabra! Así de fácil el miedo me dejó.

El abuelo me había invitado a dormir a su casa, y ningún plan me hubiera parecido mejor que ese.  Ir a dormir a la casa del abuelo, significaba una noche de pizza, truco y gaseosa. ¿Qué felicidad mayor puede existir?

Yo acababa de cantar Quiero retruco, cuando se cortó la luz. No era poca cosa que se cortara la luz en lo de mi abuelo, porque mi abuelo vive en un quinto piso. Si me daba miedo la oscuridad en la planta baja, hay que ver lo que sentí en ese momento. Era un miedo quintuplicado, un miedo que iba subiendo uno, dos, tres, cuatro, cinco pisos. Que iba devorando los muebles, las paredes,  el suelo que estaba debajo de nuestros pies.

Escuché cómo el abuelo corrió la silla. Los pocos pasos que dio hasta la cocina, el cajón que se abría. Un ruido a movimiento de bolsa  y el chasquido del fósforo, por fin.

Cuando la luz chiquitita se prendió en la vela el miedo empezó a soltarme un poco. Pero solo un poco.

—Mirá la pared —dijo el abuelo.

La sombra caricaturesca  que formaban sus manos me hizo soltar una carcajada.

–¡Parece un lobo! —grité.

Junté las dos manos para imitarlo. Separé los pulgares, como él, y aparecieron de pronto dos orejas. La boca se formó con los otros dedos: el meñique y el anular por un lado, el mayor y el índice por el otro.

—¡Se llaman sombras chinas! —me explicó el abuelo.

Y entonces fue cuando el miedo me soltó del todo.