El último deseo (leyenda toba)

¡Ay, del joven Cosakait que no fue amado! ¡Ay, del pobre corazón que no supo resistir!

¡Pero era tan bella! Como el canto de la calandrita agujereando el silencio de los bosques.  Como el blanco carpintero que, invisible, resonaba en las palmeras.

Bella, si la brisa enredaba sus cabellos. Si la arcilla acariciaba sus manos. Si, trenzando las fibras del caguaratá, sus dedos hacían canastas y cestas.

Bella, si sus pasos bajaban al río. Si el agua cristalina le besaba las manos. Bella, en el enojo. Bella, en la sonrisa. Bella en el asombro y en la ausencia.

¡Pobre Cosakait, cuánto la amaba! ¡y qué grande, en cambio, el desprecio de ella!

─¡Ya deja de mirarme, que me hartas!

─Siempre en mi camino ¿puede ser?

─ ¿No puedes apartarte de una vez?

Pero el pobre Cosakait no podía (¡no podía!) apartarse ni un poco de sus  ojos profundos, que eran luz y sombra. Como el ocaso.

¡Ay, del joven Cosakait que no fue amado! ¡Ay, del pobre corazón que no pudo resistir! Una noche la fiebre lo abrazó, como anaconda,  y sus labios, sedientos, pronunciaron el nombre de la amada, una y otra vez.

Una y otra vez la llamó, suplicando. Pero ni la muerte ─que ya habitaba su mirada y  su voz─ pudo quebrantar la indiferencia de ella.

─¡No iré a verlo, no! ─le dijo a sus hermanas, que piadosas, intentaron convencerla de que fuera. Se lo dijo también al piogonak, sabio anciano entre los hombres, que no hallaba la forma de sanarlo. ¡Ni sus mágicas manos, ni los cánticos, ni el tabaco prodigioso con el que otras veces, a otros jóvenes, él mismo había curado!

─Ya no hay nada que hacer, ¡se morirá! ─imploró el anciano. Y ella, sin mirarlo, volvió a su telar. A pensar: “¿Con qué flor adornaré mi trenza: lapacho o jacarandá?”.

Pero K´atá, que todo lo ve y conoce, se apiadó de Cosakait. Y a pesar de que no podía (¡ni él podía!) cambiar los sentimientos de la ingrata joven, atendió a la voluntad del pobre moribundo, que antes del último suspiro, musitó:

─Quiero estar siempre con ella. Adornar su cabeza con preciosas flores. Espantar los insectos que la perturben. Perfumar el agua que toque su rostro. Y ser mensajero: ya que he de morir, llevaré sus plegarias hasta el cielo.

Aquella triste mañana, los amigos y parientes de Cosakait pintaron su rostro con carbonilla. Caminaron, desolados, con el muerto a cuestas. A la vera del río lo sepultaron. Y lloraron su ausencia.

La joven no acudió al funeral. Y por muchos días no salió,  porque el peso de una piedra se le metió en el pecho. Pero un amanecer caminó hacia el río. En el reflejo del agua, viéndose tan bella,  se sacudió la culpa.

Y enseguida vio el brote. No sospechó que allí mismo estaba sepultado Cosakait, y sus dedos se enterraron, ansiosos, bajo la tierra fresca.

Cosakait la sintió. Un vigor inexplicable le llenó el espíritu que ya no habitaba su antiguo cuerpo. Ya no era un hombre amando a una mujer: era una raíz y un brote. Un brote delicado y muy pequeño. Que, tocado por el recuerdo de su otra vida, comenzó a crecer y a crecer. Prodigiosamente. Hasta volverse un árbol, lleno de aroma y ramas. De verdes hojas y preciosas flores.

Y así lo amó la mujer que antes lo había despreciado. Adornó su trenza con los bellos capullos que se ofrecían de a miles en las ramas. Con su perfume, espantó a los insectos y aderezó las aguas con que se bañaba. Y elevó su voz hasta los dioses quemando la madera. Un humo tenue y aromático llevó sus ruegos a K´atá.

Los hombres llamaron a aquel árbol palo santo. Y lo usaron en ceremonias rituales. Y bebieron sus hojas curativas. Y tallaron su madera. Y ahuyentaron los insectos y las plagas con su savia aromática. Porque el palo santo es un árbol bueno, nacido del amor. Del amor que da sin recibir. Sin reprochar ni esperar nada. Del amor que se entrega sin razón. Del más puro que existe entre los hombres. Que habita más allá del tiempo y de la muerte. Que no acaba jamás.

Blanca salvación (leyenda toba)

algodonero

 

Un día el Mal despertó de su siesta.  Y el Gran Chaco, que hasta entonces era apacible y tranquilo, cambió. El Bien, enterado de su presencia, quiso hacer un trato y,  en la negociación, el mundo fue a color y en blanco y negro.

El sol acarició los girasoles, y un huracán los sepultó en el bosque. La lluvia hizo crecer los cultivos y una plaga invisible sofocó los tallos. Brotó el quebracho y un rayo fulminó su tronco. La oruga se acurrucó, paciente, en su capullo y un viento malhadado la abandonó en el río.

Cuando la discusión terminó, volvió la calma. Pero los días comenzaron a ser fríos; los vientos, violentos y las lluvias, heladas. Era Nomaga, el invierno, que por primera vez visitaba a los hombres.

─Lo has mandado tú ─le increpó el Bien al Mal.

─¿Y si así fuera? No rompo mi promesa: tu te ocupas de tus cosas y yo de las mías. Nada de interponernos.

Era cierto: no podía lastimar a Nomaga, ni siquiera echarlo de allí; pero sí ayudar a los hombres para soportar las inclemencias del tiempo.

Tomó entonces el capullo de un palo borracho. De la flor del patito, su color. La destreza del picaflor, que se suspende en el aire. Y el plumaje de una viudita que piaba muerta de frío. Y así nació Gualok, el algodón.

Gualok con sus pétalos ambarinos. Con sus preciosas flores de tallos invisibles que bailan como acunadas por el compás de un río. Con sus blancos ─blanquísimos─ capullos, suaves como las plumas que se mecen, divertidas, con las cosquillas del viento.

Y al son de los tambores que sonaban, agradecidos, las semillas de Gualok se esparcieron. Volaron sobre pastizales, bosques y sabanas. Y los hombres, por fin, se distrajeron del frío. Miraban, asombrados, la transformación del Gran Chaco: se había vuelto blanco. Blanquísimo y hermoso.

Pero la obra del Bien no había acabado. Buscó una madera resistente, y por fin eligió un árbol. Bastó un instante para transformarlo: aquel viejo urunday  se convirtió de pronto en un objeto extraño y prodigioso.

─Esto es un telar ─les dijo el Bien a los hombres─. Les servirá para tejer, con capullos de Guanok, mantas y túnicas. Cubrirán sus cuerpos y ya no tendrán frío.

Y así, de pronto, Nomaga dejó de parecer tan malo.

─¡Vete de estas tierras! ─le ordenó el Mal, enfurecido.

Pero el Bien lo sigue invitando: vuelve cada año para aliviar a los hombres del abrazo del sol, que  a veces puede ser sofocante y dañino.

Dicen que el Mal no se fue del Gran Chaco. Que se esconde detrás de las cosas bellas, para que el Bien no lo vea. Dicen también que a veces toma la forma de un extraño gusano (la lagarta rosada), plaga maldita que acecha los cultivos de algodón y que ─en una noche─ puede arruinar la cosecha.

Pero el Bien nunca duerme: siempre habrá nuevas semillas que renueven la esperanza.

 

Después del fuego (leyenda toba)

Cuando el hombre vio a Dapichí, supo que el destino de su tribu cambiaría. Si Dapichí baja a la Tierra, tiene algo grande que anunciar: siempre es así. Desde el comienzo de los tiempos es así. Desde antes de que el sol se convirtiera en una anciana que recorre el cielo. Desde antes, mucho antes, de que la luna se montara en su burrito perezoso siguiendo los mandatos de K´atá.

Dapichí se acercó a la tienda y, sin hablarle, le reveló al hombre la verdad:

─Eres un pioganak. Hoy sabrás qué ocurrirá mañana. Tendrás el don de la sanación, si así lo quieren las estrellas. Y la gente de bien te seguirá sin preguntar. Adonde sea.

No habían sido palabras: Dapichí se comunica en el silencio. Pero el hombre comprendió el idioma de los dioses, y se entregó a su destino. Sigue leyendo