¿Cómo susurra el río? (versión de una leyenda mapuche)

 

 

Neuquén y Limay eran la sombra y el ciprés, el agua y el reflejo, el halcón y la altura. Siempre estaban el uno con el otro. Juntos escalaban montañas, cazaban ciervos rojos y bailaban, también, al compás del cultrum (¡bom, bom!), que animaba siempre sus reuniones.

Cuentan que los dos habían nacido bajo la misma luna. Al norte, Neuquén. Al pie de la montaña grande; en esa tierra volcánica, llena de hirvientes cascadas,  depresiones rocosas y aguas humeantes que atraen —todavía— a visitantes de lejanas tribus.

Limay, en cambio, era del Sur. Su tierra,  rodeada de montañas y pincelada por  luminosas retamas que iban borrando las sombras de los espesos bosques, estaba más allá de la laguna espejada.

La laguna donde conocieron a Raihué. Neuquén se enamoró de su voz de calandria. Y Limay adoró sus trenzas, que brillaban como la noche estrellada. Y a uno le pareció que sus ojos tenían la luz del amanecer. Y al otro que eran dulces como los frutos del sauco.

Y entonces, mareados por el amor, se desconocieron.  Y aquella amistad que fue robusta como las lengas que nunca se doblegan; perenne, como los cardillos que crecen en   la estepa y estrecha (¡tan estrecha!) como los refugios donde el cuis se alberga, se volvió endeble y dañina.

—Me casaré con aquel que me traiga un caracol del mar —prometió Raihué.

Y los dos emprendieron un largo viaje. Por el sur, Limay; con el paso lento pero decidido. Y al Norte Neuquén que, atolondrado, iba arrastrando las piedras del camino.

Viéndolos correr, con tanta entrega, Antu y Elmapu —el viejo Sol y la Tierra— quisieron ayudar: les dieron entonces la fuerza del agua que puede atravesarlo todo, sin detenerse jamás. Y así Limay y Neuquén se convirtieron en ríos. Y corrieron y corrieron y corrieron, sin importar el paso de las lunas, porque el mar estaba cerca. Cada vez más cerca.

Pero el celoso viento, Cüref, se llenó de rencor: ¿quiénes eran esos, que andaban con más ímpetu que él? ¿Por qué Antu y Elmapu otorgaban a los hombres los poderes de los dioses?

Y le dijo a Raihué que los dos morirían:

—¡Por tu culpa!

El corazón de la joven, que era noble, se marchitó. Cuentan que Elmapu la vio a tiempo e hizo de sus piernas un finísimo tallo y que Antu, con la fuerza de su calor,  convirtió sus brazos en  sedosos pétalos. Y así Raihué renació en la Madre Tierra, como una bella flor.

¡Despiadado Cüref, que soplaste y soplaste y soplaste hasta acercar los ríos para contarles, a los dos, del trágico destino de Raihué!

Pero ellos, mareados por el dolor, se reconocieron. Y así Limay y Neuquén fueron otra vez  la sombra y el ciprés, el agua y el reflejo, el halcón y la altura. Y quisieron estar el uno con el otro. Y se abrazaron. Y los dos ríos se volvieron uno. Cuentan que nuestros ancestros vieron tan triste aquel río, tan sosegado y oscuro, que lo llamaron Río Negro. Aunque dicen, también, que sus aguas susurran: no siempre son lamentos, a veces el río suena como la risa de dos amigos que se están divirtiendo.

 

El buque fantasma (leyenda mapuche)

René Magritte, "El seductor", 1953.

René Magritte, «El seductor», 1953.

 

            No: no siempre temimos al Caleuche. Que siempre ha sido un buque prodigioso, no se discute pero ¿temerle? Temerle, no. El Caleuche era, al principio, amigo de nuestro pueblo. Como Cuca Blanca, que nos ayuda a encontrar el sendero correcto cuando estamos perdidos. O el Chime, eterno protector de nuestros bosques y lagos. ¡Caleuche no era distinto a ellos!

Cuando se avistaba, siempre por las noches, era porque los huincas se estaban acercando a nuestras rucas. Y hay que verlos a esos, más pálidos todavía, cuando se cruzan con algún espectro. Gracias al Caleuche se mantenían lejos. Un espectro de los buenos, como Cuca Blanca y el Chime. El Caleuche era igual que ellos.

Siempre fue gigantesco. Verlo así, en medio del mar ─con sus enormes velas desplegadas, la música a todo sonar y las risotadas de sus tripulantes─ nunca fue poca cosa. Pero al principio solo se metía con los huincas: a ellos sí los buscaba. ¡Ay,  si se quedaban varados en el mar! El Caleuche, hambriento de tripulantes, se lanzaba sobre ellos con la precisión del cóndor que acecha en las montañas.

Porque al Caleuche solo suben los muertos. O los brujos, que saben volver de la muerte, al menos una vez. Y hacían bien los huincas en temerle, porque el Caleuche navega indistintamente por encima y por debajo del mar. Si lo tienes enfrente, ya es tarde. Una vez alguno se tiró por la borda. Cuentan que sus gritos de dolor se escuchaban a través de las olas; que los peces huían horrorizados por tanta crueldad. Fue tal la tempestad que desató el Calueche aquella vez en el océano que la espuma alcanzó las cumbres. Nadie más intentó escaparse, jamás.  Sigue leyendo