El último taxi (leyenda urbana)

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Mire que yo no me dejo llevar por todas esas historias de fantasmas que la gente repite como si fueran verdad. ¡Se escucha cada pavada!  Como eso de que han visto a Gardel, a metros de su propia tumba, conversando con Gilda ¡Pero, por favor! ¿De qué podrían hablar? No hay que saber mucho de música para darse cuenta de que la cumbia está en las antípodas del tango.

Es que acá en Chacarita hay un montón de muertos famosos, y eso despierta la imaginación de la gente. ¿No visitó todavía el panteón de personalidades? Le digo que al cementerio, muy a mi pesar, llegan más turistas que otra cosa. Y digo “muy a mi pesar” porque los turistas no compran flores. Pueden sacarse mil fotos en la tumba de Bonavena, pero al tipo no le ponen ni un clavel. Es así, la muerte ya no es lo que era.

Cuando yo era un pibe, no sabe lo que trabajábamos acá en el día de los muertos. Porque esta florería la fundó mi abuelo ¿le conté? ¡Ah, eran otros tiempos! La familia se pasaba el día al lado del difunto. Limpiaban las bóvedas, se traían el mate y se sentaban sin tanto prurito sobre las tumbas. ¡Y así se pasaban las horas charlando con sus muertos!

Por eso esa chica me llamó la atención. Tatuajes y aritos por todos lados, tan de esta generación  y, sin embargo, hizo lo que nadie hace en estos días: se pasó el día aquí. Llegó tempranísimo, no eran ni las siete. Yo, por lo menos, no había terminado de acomodar el puesto.

Compró un ramo de calas y eso también me extrañó. Ahora la gente prefiere fresias o jazmines; no se dan cuenta de que no duran nada y al pobre muerto enseguida le quedan las flores marchitas.  Desde acá se ve el ramo ¿lo ve? La chica estuvo a los pies de esa tumba todo el santo día.

Y ahí mismo la encontré yo, muerta, a la mañana siguiente. Hubiera pensado que dormía, de no ser porque la vi tomar el taxi la noche anterior. La historia por acá es conocida. Hay quien dice que la patente es RIP 666, pero esas son mentiras. Yo lo vi con mis propios ojos y le puedo asegurar que el coche no tiene patente alguna. Acá no es la primera vez que alguien se muere sobre la tumba del ser amado. Parece de película. Es hasta romántico si lo piensa un poco. Pero con el cementerio como escenario la cosa es más bien espeluznante. Más que conmover, espanta ¿no? Sigue leyendo

Un secreto en mi barrio

Ya sé que tu papá es profesor de la universidad, me lo dijiste mil veces. Y que se doctoró en Dublín y publicó veintisiete libros. Por eso me parece raro que, sabiendo tanto como sabe, no dude ni un poquito. Porque dice Bobe que (en pequeña medida)  la duda, la levadura y la sal no pueden hacer daño.

Y mi tío Benja está convencido de que para saber hay que dudar. Y a mí me parece que tiene razón. Porque antes la gente creía que la Tierra era cuadrada, hasta que un día alguno se animó a preguntar:

–¿Pero no será redonda? –Y entonces todos supieron la verdad.

Igual, es obvio que algunos cuentan pavadas. Como el chico ese (¿te acordás, en el cumple de Cami?) que dijo que la piel del gigante era pura corteza. Y te digo, como metáfora, vaya y pase: porque no digo que no pueda tener la piel un poco más gruesa o más oscura, y esté medio arrugada también, pero de ahí a creerme que es un árbol… ¿O no oíste vos cuando contó que lloraba savia y que de los dedos le salían unas ramitas verdes?

¡Eso sí que es mentira! Y tampoco creo que mida doce metros. ¿Cómo haría para esconderse, si no? ¡Y lo de los gatos! Lo de los gatos es otra barbaridad. Si fuera cierto que camina rodeado siempre de gatos, con lo barulleros que son los gatos,  ya lo hubieran llevado al Instituto Pasteur. O peor: a la NASA. ¿O vos pensás que los yanquis se perderían la oportunidad de tener un gigante en sus laboratorios? Sigue leyendo

La confesión (leyenda urbana)

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Yo le tomé la declaración. El tipo vino temprano, ni siquiera habíamos llegado a enchufar la cafetera. Y sí, estaba nervioso. Pero todos están así cuando vienen a la seccional. Porque pensá: ¿por qué razón vas a venir? O tenés que hacer un maldito trámite o tuviste un accidente con el auto o te asaltaron, y en cualquier caso estás con los pelos de punta. Así que al principio mucha bolilla no le di.

–¿Alguien que me pueda atender? –gritó en cuanto me vio meterme en la cocina.  La gente a veces se desubica. Porque qué se pensaba, ¿que no teníamos otra cosa que hacer?  Y decí que Pedro es tan señorito, que enseguida salió a decirle “un momento, por favor”. Si era por mí, lo insultaba.

Está bien: el tipo tenía sus razones ¿pero yo qué sabía? Para mí era uno más, y justo viene a llegar antes del desayuno. De mala gana lo hice pasar a la oficina.

–Vine a entregarme –dijo.

Me puse los lentes. Su rostro no me era familiar, para nada. Pero como siempre estamos recibiendo alguna foto o identikit, prendí la computadora para ver los últimos registros. Eso llevó un rato. Porque acá tenemos Windows noventa y pico, así que imaginate. Mientras, aproveché para buscar la Olympus: las confesiones hay que grabarlas, por protocolo ¿viste?

Cuando por fin se cargó el programa, miré los registros y nada. Al tipo no lo buscaban ni en este ni en ningún otro distrito. Le pedí el documento para verificar antecedentes, y tampoco. Limpito, estaba. Ni una multa, el loco. Sigue leyendo

Ángeles custodios (leyenda urbana)

Vías

Cuando murió Juani, sentí que me faltaba el piso bajo los pies. No sé si se entiende lo que quiero decir: de verdad no sabés cómo seguir adelante. Porque no querés seguir adelante: ¡todo pierde sentido! ¿Levantarme? ¿almorzar? ¿regar las plantas? Nada te importa después de que la vida te sacude así.

Pero, claro, estaba Sofía. Y por ella tuve que seguir. Y dar la cara en el colegio y aceptar todos los pésames y, peor, todas las miradas. Porque la gente no puede evitar mirarte, así: con lástima. Y aunque no lo nombran, vos sabés que cada vez que te dirigen la palabra (aunque sea para preguntarte a qué hora es la reunión de padres) están pensando en Juani y en nuestro dolor y en aquel año espantoso que pasamos.

Nunca se termina de superar algo así. El tiempo no te hace olvidar, para nada. Pero aprendés a convivir con la tristeza. Y te volvés invencible: porque ¿qué más te puede pasar? Desde la muerte de Juani –es más, desde que nos dieron el diagnóstico en el hospital– sé que nada va a dolerme tanto como eso. Nada.

Y aquel día, cuando el tren estuvo a punto de arrollarnos, lo comprobé. Perdí la noción del aquí y ahora; necesité buscar a Sofi, hacerle saber que no estaba sola, pero nada más. Miedos, no tuve ninguno. Si hacía dos años había sentido que un tren me había pasado por encima ¿qué diferencia podía hacer, uno real? Sigue leyendo

La mancha en el vestido (leyenda urbana)

 

La historia del carnaval ya la conocía. Mi mamá me la contó una vez, apenas empecé a venir al club. Entonces dejé de decirle “vieja loca” a Charo, aunque nunca abra las persianas ni converse con nadie. Es increíble cómo a veces la fatalidad se ensaña con algunas personas. Porque a esa mujer sí que le pasaron cosas. Primero, lo del marido, que murió en el incendio de la fábrica. En la misma semana lo de sus padres, que chocaron de frente con un camión de gallinas. Después la hija más chica, que se pescó la tifoidea. Mamá dice que la enterraron en un cajoncito blanco, que nunca fue a un entierro más triste, en toda su vida. Y encima, lo del carnaval.

¡Como para no volverse loca, pobre Charo! Es lo que les dije a los chicos, mientras jugábamos al metegol en el club, sin saber que don Hugo nos estaba escuchando.

A don Hugo le encanta contar historias de miedo. A veces son películas, yo sé. O libros que leyó, como Frankenstein. Pero  mis favoritas son las otras, las que pasaron de verdad, en el pueblo. Mamá dice que esas también son macanas, porque don Hugo se deja llevar por lo que está contando: repite exactamente lo que dijeron y sabe lo que piensa y lo que siente cada una de las personas que nombra. Y eso, dice mamá, solo pasa en literatura.

Como sea, me quedo mil veces con la versión de don Hugo. Porque para él, Charo no se volvió loca aquel carnaval, sino un año después. Cuando vinieron  esos chicos desde Giles o San Vicente (no se acuerda bien) a una matiné que se organizó acá en el club. Mi mamá se acuerda de ese día. Se acuerda incluso de Joaquín, que es el que inventó toda esa historia con Leti.

Mamá dice que la inventó. Don Hugo piensa distinto: Sigue leyendo

Accidente fatal (leyenda urbana)

La historia es conocida entre los camioneros. Y aun cuando entiendo que puede tratarse de una superchería de esas que se cuentan por aburrimiento o por ignorancia,  he llegado a soñar con la mujer.

No, jamás la he visto. Pero sé que es ella: con sus jeans ajustados y sus botas salteñas; la camisa a cuadros anudada bajo el pecho; el colgante con la mariposa; el cabello semiatado, ondulado y cobrizo; la nariz respingada y las pecas y las largas pestañas y los ojos grises.

Es ella. Y en mis sueños aparece tal como la vio Román aquel amanecer lleno de bruma. Con la respiración agitada y el ojo izquierdo entrecerrado por la contusión. El mechón pegoteado en la mejilla, y la sangre  ─tan fresca─ perdiéndose en el cuello.

Cada vez que paso por el cruce de Acheral, cuando apenas se asoma el desvío a la 307, me distraigo buscando a la mujer de mis sueños, que desconcertó a Román y sigue animando nuestras charlas en los encuentros fortuitos que nos depara la ruta.

Desde que conozco la historia, no puedo andar por la vieja traza de la 38 ─la que llaman (¡curiosamente!)  “ruta de la muerte”, la de las rastras cañeras  y la trocha angosta─ sin ponerme a contar las grutas que se van sumando. Los pañuelos rojos, las imágenes, las notas, las velas, las flores, las botellas, los crucifijos. Y no solo a la altura de Acheral, frente al desvío de la 307, donde Román vio a la mujer: los sombríos santuarios que los vivos levantan en memoria de sus muertos van sembrándose a la vera del camino como una plaga de yuyos que es imposible parar. Me pregunto cuántas historias habrá, como esta. Cuántas que nunca se han contado. ¿Cuántas? Sigue leyendo