El obsequio (versión de una leyenda mapuche)

Araucaria-Araucana-C.-Valverde

Esta historia se contó por primera vez hace tantos años, que ya no se puede saber cuántos. Seguramente nació alrededor del fuego (porque así se contaban las historias antes) en un idioma diferente al nuestro y en medio de un escenario majestuoso. Un lago y, a lo lejos, unas montañas nevadas. Un árbol que se balancea con el sonido del viento. Tiene un tronco larguísimo y unas ramas verdes y frondosas que se elevan hasta las nubes.  Se llama pehúen y es el corazón de esta leyenda, que así comienza:

Hubo una vez un pueblo que debió soportar un invierno duro. Bajo la nieve, se perdieron casi todos los frutos y todos los cultivos. Se alejaron los animales, y ya no hubo qué comer.

Ankatu salió, como otros, a buscar alimento. Se alejó de la aldea con la esperanza de encontrar algo más que piñones de pehuén, que no podían comerse porque eran venenosos.

–¿Por qué nos das tantos piñones, Nguenechén  –se quejó en voz alta, sin pensar que el buen dios lo escuchaba– , si no nos sirven de nada?

Apenas acabó de decir aquello, un anciano de larga barba  y mirada bondadosa se presentó frente a él.

–Pueden comer esos piñones, Ankatu. –le dijo– Serán mi obsequio. Hiérvanlos hasta que se ablanden. Tuéstenlos y guárdenlos bajo tierra para que nunca les falte alimento otra vez. Y celebren. Porque el árbol sagrado es de ustedes y el pehuén seguirá creciendo en su tierra, y alimentándolos.

Cuando, más tarde, el sabio de la tribu escuchó el relato de Ankatu, no dudó ni un instante:

–¡Nguenechén ha bajado a la tierra para salvarnos!

Y todos comieron los deliciosos piñones, que hervidos y tostados, les devolvieron la vida. Fabricaron también con el fruto del pehuén una bebida que llamaron chahuí. La bebieron en honor a Nguenechén. Y celebraron.

Porque sabían que muchos años después los hijos de sus hijos seguirían hirviendo y tostando los piñones del pehuén, para alimentarse con ellos. Y, sobre todo, sabían que esta historia volvería a contarse una y otra vez, tal vez en otro idioma, pero de un modo más o menos parecido al que te cuento ahora.

 

La ciudad dorada (versión de una leyenda mapuche)

 

Cuentan que hace muchas lunas, huyendo de los huincas, algunos de nuestros ancestros cruzaron la Gran Cordillera. Usaron pasadizos que nadie conocía, guiados por un magnífico cóndor que iba trazándoles en el cielo la mejor ruta.

Y así llegaron a estas tierras. Vieron los majestuosos coihues, los ardientes arrayanes y los robles. Degustaron las moras y la rosa mosqueta. Sintieron por primera vez el aroma del canelo y vieron,  como en un espejo, sus propias sonrisas reflejándose en los lagos.

Y entonces no avanzaron más. Armaron sus rukas al pie de las cumbres y en un claro del bosque encendieron el fuego. Le dieron un nombre a la región —Nahuel Huapi—, y hasta los huincas siguen llamándola así, como  nuestros ancestros quisieron.

Por varias lunas, aquellos hombres y mujeres bailaron y cantaron alabanzas a Ngenechén, que los había guiado, a través de aquel cóndor, a una tierra amable y prodigiosa. Porque en nuestros bosques y estepas hallaron alimento; y en las montañas, llenas de grutas, el refugio que necesitaban.  Y entonces quisieron obsequiarle al gran dios un tesoro mejor que las palabras y los cantos.

—Algo tan inmenso como estas montañas —sugirió alguno.

—Puro como el agua que desciende de las cumbres para calmar nuestra sed —dijo una mujer.

—Y luminoso como Kuyen, que alumbra cada noche nuestra aldea —agregó un anciano del Consejo.

Pero fue la machi quien, finalmente, decidió por todos:

—Ya que no podemos crear las montañas ni el agua cristalina ni la luz de la luna ¡Levantemos una ciudad! Que sea inmensa, pura y luminosa como estas tierras, y sirva como obsequio al buen dios que nos ha dado tanto a nosotros.

Y así fue como construyeron una enorme ciudad para Ngenechén. Las murallas, altísimas, fueron de oro. Y formaron los puentes con láminas de plata. Trajeron piedras de lugares lejanos y así usaron el ámbar y el zafiro y el cuarzo para revestir los suelos. Y los suntuosos altares —de jaspe, amatista y ónix— brillaron tanto que a lo lejos, toda la ciudad se parecía a una noche estrellada. Sigue leyendo

La prisionera del lago (leyenda mapuche)

Fotografía tomada por W. Baliero, disponible en http://www.fotonat.org

Incluso los monstruos más horrendos se enamoran. Monstruos que son capaces de succionar, con una horrible ventosa, la sangre de sus víctimas. De clavar sus garras mortuorias sobre las indefensas yugulares donde se esconde la vida. Y acallar los gritos de desesperación en un abrazo tiránico y forzado, sin detener por ello la agonía interminable y cruenta de aquel que sabe (¡lamentablemente, sabe!) que está muriendo de asfixia.

Y así era el Trelke,  se dice: criatura monstruosa que habitaba los lagos y se presentaba ─de súbito─ sobre la orilla para capturar de un zarpazo hasta el menor indicio de movimiento y vida. Y así arrastraba a los insectos. Y a las flores. Y a las semillas que llevaba el viento. Y a los animales y a los hombres. Y una vez en las profundidades… En las profundidades, nadie sabía ─hasta que Huala lo descubrió─ qué es lo que hacía con ellos.

Huala vivía con sus padres muy cerca de la orilla. Desde su ruca, sentados frente al fuego, solían observar las aguas calmas que, únicamente en ocasiones, una brisa invisible acariciaba. Habían escuchado hablar del Trelke, muchas veces. Y aunque nunca lo habían visto, le temían:

─¡No te acerques a la orilla, Huala!

─Quedate aquí, donde podamos verte.

Pero cada tanto, aunque también se sentía aterrada por el relato de sus mayores,  la niña se olvidaba de las advertencias y se acercaba a la playa. Le gustaba ver su reflejo sobre el espejo azulino de las aguas: los ojos como castañas; los cabellos trenzados; los labios entreabiertos en una mueca de asombro, siempre. Como si no acabara de entender la fuerza mágica que era capaz de apresar su imagen en el lago.

Huala no sospechaba entonces que  por debajo de aquel reflejo misterioso unos ojos invisibles la observaban. Unos ojos que la vieron cada vez, con cada día, volverse más hermosa.   Sigue leyendo