Abrazo de colores (leyenda guaraní)

Ya no queda en la región ningún anciano que haya presenciado aquello: sucedió hace tantos años que nadie recuerda quién fue el primero en referir la historia. Tantos, que en la Tierra habitaban ─junto a los hombres─ los hijos del Gran Tupá.
Y algunos hijos del Gran Tupá fueron monstruosos y despiadados, como Boi. La enorme serpiente que habitaba el río, exigía cada año una doncella para ser entregada en sacrificio. Y aquel año, cuentan, la eligió a Naipí. Naipí con la noche en sus cabellos. Naipí con el alba en su mirada; en sus ojos de almendra y de melaza. Naipí con su sonrisa de orquídea y nube blanca. Con su piel de cobre y de tersura; y su voz de pájaro campana.
¡Ay, el joven Tarobá cuánto la amaba! Tanto que esa noche, sin mirar peligros, intentó salvarla. Pero Boi los sintió. Escuchó sus voces sobre la canoa que se deslizaba, sigilosa, por el río. El río que hasta entonces gobernaba. El río que era Boi.
La fiera serpiente encorvó su lomo y el río se partió en múltiples pendientes y cascadas: la frágil canoa se precipitó al vacío.
Cuentan que desde entonces unas inmensas cataratas habitan la región de Iguazú. Y que Naipí descansa, convertida en piedra, bajo el salto más alto. Dicen también que Tarobá se transformó en un árbol cuyas ramas intentan acercarse a ella. Pero Boi se interpone.
Sin embargo, cuando los rayos del sol penetran las aguas cristalinas, un arco iris se extiende, poderoso, desde la piedra al árbol: son Tarobá y Naipí que atraviesan los siglos abrazándose.
Boi, impotente, nada puede hacer para evitarlo.

Leyenda guaraní de la yerba mate

Se dice que antes de que Yací bajara, los hombres estaban tan ocupados en sus propios quehaceres que apenas se miraban o conversaban un poco. Yací era inmensa, refulgente, poderosa. Era magia y luz. Porque Yací era la luna, y plantada sobre el firmamento, alumbraba cada noche las copas de los árboles y los caminos, pintaba de color plata el curso de los ríos y revelaba los sonidos, que sigilosos y aterrorizantes, se escondían en la penumbra de la selva. Una mañana Yací bajó a la tierra, acompañada por la nube Araí. Convertidas en muchachas, caminaron por los senderos apartados de la aldea, entre el laberinto de sauces, lapachos, cedros y palmeras. Y entonces, de improviso, se presentó un yaguareté. La mirada tranquila y desafiante. El paso lento y decidido. Las zarpas listas para ser clavadas y las fauces dispuestas a atacar. Pero una flecha atravesó como la luz el corazón de la bestia. Yací y Araí no acababan de entender lo sucedido cuando vieron a un viejo cazador que desde el otro extremo de la selva las saludaba con un gesto amistoso. El hombre dio media vuelta y se retiró en silencio. Aquella noche, mientras dormía en su hamaca bajo la luz de la luna, el viejo cazador tuvo un sueño revelador. Volvió a ver el yaguareté agazapado y la fragilidad de las dos jóveness que había salvado aquella tarde, que esta vez le hablaron: ─Somos Yací y Araí, y queremos recompensarte por lo que has hecho. Mañana cuando despiertes encontrarás en la puerta de tu casa una planta nueva. Su nombre es Caá, y tiene la propiedad de acercar los corazones de los hombres. Para ello, debes tostar y moler sus hojas. Prepara una infusión y compártela con tu gente: es el premio por la amistad que demostraste esta tarde a dos desconocidas. En efecto, a la mañana siguiente el hombre halló la planta y siguió las instrucciones que en sueños se le habían dado. Colocó la infusión en una calabaza hueca y con una caña fina probó la bebida. Y la compartió. Aquel día los hombres, entre mate y mate, conocieron las horas compartidas y nunca más quisieron volver a estar solos.

Picaflor (Leyenda guaraní)

 

Ilustración de Ariel Ribeiro: https://www.facebook.com/ArielRibeiro

Ilustración de Ariel Ribeiro: https://www.facebook.com/ArielRibeiro

Cuentan los ancianos que el gran Tupá es justo y bueno cuando justa y buena es la intención de los hombres. Y la intención de Potí y Guanumby fue la más noble que existe en este mundo: amarse siempre y mucho, más allá del cielo y de la tierra, del tiempo y de la muerte, de la vida y de la humanidad.

Eran sus familias de tribus enemigas y hacía tanto tiempo que se odiaban que ya nadie conocía la razón. Cuentan que Potí era bella. Bella como el alba en primavera. Bella como el viento del atardecer que arrastra las hojas en otoño y alivia a los hombres del verano. Bella como el sol que acaricia los rostros y alumbra la sombra del invierno. A Guanumby no le costó enamorarse, y muy pronto Potí también lo amó.

Una y diez mil veces se encontraron más allá del monte blanco, bajo el sauce criollo, sin que nadie los viera. Pero un día la hermana de Potí sospechó. Sigilosa, la siguió hasta el monte y descubrió el secreto. Y enseguida se lo confió a su padre.

Al día siguiente, como siempre, Guanumby cruzó el monte blanco y esperó bajo el sauce. Pero Potí no llegó.  Desesperado, se acercó a la aldea, a riesgo de que lo mataran. Y encontró a Potí discutiendo fervorosamente con el cacique de su tribu:

─¡Jamás lo permitiré! ─le gritaba él.

─¡Estoy enamorada de Guanumby! ¡Debes entenderlo, padre!

─¡Nunca! Por la mañana te casarás con uno de los nuestros, y esa es mi última palabra.

Entonces Guanumby salió de su escondite. Como si hubieran podido ensayarlo una y diez mil veces gritaron al unísono, ante el horror del cacique:

─¡Oh, gran Tupá, no lo permitas!

Cuentan los ancianos que jamás se vio en la tierra otro prodigio igual. De pronto Potí y Guanumby vieron sus propios cuerpos, extrañados, como si ya no les pertenecieran. Potí se deshizo en un tallo pequeño pero firme y su piel se fue volviendo suave como un terciopelo: era una flor, una flor bellísima como ella misma lo había sido antes de que el gran Tupá la transformara.

Guanumby, al mismo tiempo, se volvió ligero como el aire: dos alas diminutas, casi transparentes y veloces lo mantuvieron en vuelo y, desesperado por encontrar a Potí, se alejó torpemente del lugar. Desde entonces la busca. Huele cada flor de cada monte de cada de cada aldea. Besa con su pico las corolas más bellas con la secreta esperanza de encontrarla. Cuentan que unos hombres lo vieron y quedaron extasiados por el color de sus plumas y la rapidez de sus movimientos.

─Picaflor ─lo nombraron, porque una y diez mil veces lo vieron escarbando con su pico el interior de las flores, ignorantes de que Guanumby solo busca los besos de su amada.