Culpa

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Cuando entró al cuarto ya estaban dormidos. El libro sobre la mesa de luz, con el señalador todavía en la misma página. Se sintió culpable. Aunque estaban lo suficientemente grandes para leer solos, tenían un ritual. Y ella llegaba tarde, una vez más. Siempre tanto trabajo y el tráfico y los informes que no pueden demorarse más. Y qué pena: la lectura quedará para mañana.

Los arropa (ese es un gusto al que no va a renunciar). Les besa la nariz como cada noche y presiente el escalofrío en su respiración dormida. A Javi hay que cortarle el pelo.  Este pijama ya no sirve más: cuánto ha crecido Cande últimamente. Sale de la habitación sin hacer ruido.

Se asoma entonces a su propio cuarto y ve la televisión encendida. Como las últimas noches, nadie la mira. Pedro le da la espalda, sentado al borde de la cama, otra vez con la vista fija en la misma foto. La foto de los cuatro, aquella navidad. Los ojos de él se pierden en quién sabe qué recuerdos y ella nota por primera vez algunas canas: es cierto aquello de que la tristeza nos hace envejecer. Y entonces otra vez vuelve la imagen para llenarla de culpa: el trabajo, el tráfico, los informes que no pueden demorarse más. Y también el asfalto mojado de aquel día, las luces que la encandilan y finalmente el camión. El camión que (congelando el tiempo) seguirá postergando los encuentros, día tras día.

Fiesta de disfraces

 

Las luces estaban encendidas cuando lo vi. El peor disfraz del mundo, sin ninguna duda.

—¿No se te ocurrió nada mejor que ponerte una sábana encima? —le grité mientras tironeaba de la tela para desenmascararlo.

Tuve que sacarme el antifaz para ver mejor lo que no había: ¡Nadie! ¡Nadie debajo de la sábana! Por suerte se cortó la luz: ni el rostro más espeluznante me habría asustado tanto aquel día.

Campanadas

¡Qué belleza, qué flor, qué luz, qué fuego!
Su andar se ajusta al ritmo de la lira,
Hay en su voz la suavidad de un ruego.

(Carlos Guido Spano

santa felicitas

Felicitas es uno de esos fantasmas que no asustan tanto. Porque viste que hay fantasmas y fantasmas. Los que no te dejan dormir y los que apenas te hacen sentir una cosquilla adentro, como si te hubieras subido a una montaña rusa: una vez que bajás (que ya contaste la historia, digo) todo el susto que tenías se convierte en risa ¿nunca te pasó?

Tal vez es porque la historia me la contó mi abuela. Y viste cómo son las abuelas: lo último que quieren en el mundo es asustarte. A mí Felicitas, en realidad, me da pena. Primero por el nombre injusto que le dieron, porque mi abuela me contó que felicitas en latín significa afortunada. Y la pobre, de afortunada no tuvo ni un poquito. Y segundo porque su fantasma, dicen, se la pasa llorando. Y un fantasma llorando ¿a quién puede asustar?

Lo primero que tenés que saber es que Felicitas es un fantasma de verdad. Por lo menos, antes de ser fantasma, fue una persona de verdad. Y si no me creés,  buscala en internet. Vas a encontrar un montón de fotos de ella. Bueno, vivió hace tanto tiempo que no sé si son fotos o retratos o qué. Pero que vas a encontrarla, vas a encontrarla seguro. Sigue leyendo

La confesión (leyenda urbana)

ojos

 

Yo le tomé la declaración. El tipo vino temprano, ni siquiera habíamos llegado a enchufar la cafetera. Y sí, estaba nervioso. Pero todos están así cuando vienen a la seccional. Porque pensá: ¿por qué razón vas a venir? O tenés que hacer un maldito trámite o tuviste un accidente con el auto o te asaltaron, y en cualquier caso estás con los pelos de punta. Así que al principio mucha bolilla no le di.

–¿Alguien que me pueda atender? –gritó en cuanto me vio meterme en la cocina.  La gente a veces se desubica. Porque qué se pensaba, ¿que no teníamos otra cosa que hacer?  Y decí que Pedro es tan señorito, que enseguida salió a decirle “un momento, por favor”. Si era por mí, lo insultaba.

Está bien: el tipo tenía sus razones ¿pero yo qué sabía? Para mí era uno más, y justo viene a llegar antes del desayuno. De mala gana lo hice pasar a la oficina.

–Vine a entregarme –dijo.

Me puse los lentes. Su rostro no me era familiar, para nada. Pero como siempre estamos recibiendo alguna foto o identikit, prendí la computadora para ver los últimos registros. Eso llevó un rato. Porque acá tenemos Windows noventa y pico, así que imaginate. Mientras, aproveché para buscar la Olympus: las confesiones hay que grabarlas, por protocolo ¿viste?

Cuando por fin se cargó el programa, miré los registros y nada. Al tipo no lo buscaban ni en este ni en ningún otro distrito. Le pedí el documento para verificar antecedentes, y tampoco. Limpito, estaba. Ni una multa, el loco. Sigue leyendo

La estación fantasma (leyenda urbana)

Estación fantasma

Mi abuela vivía sobre la calle Mitre, frente a Miserere. Teníamos un ritual: aplastábamos galletitas con el palo de amasar, las metíamos con cuidado en una bolsa transparente y empezábamos la travesía.

El subte para mí era descender a un mundo nuevo, por donde navegábamos a velocidad dragón a través del centro de la tierra: viajábamos de un mundo a otro. Del marrón al rosa, del rosa al carmín: los mosaicos de las estaciones eran mis coordenadas para ubicarme en el mapa. Llegar a la estación Perú –con la balanza antigua, la tabaquería devenida en kiosco, las publicidades de Centenario y Tienda El Paraíso—era sin duda lo mejor del viaje. El preludio de las palomas, nuestro destino final.

Porque en Plaza de Mayo subíamos al mundo conocido, con la casa rosada, el cabildo, los puestos callejeros, la fuente y la pirámide. Con las miles de palomas que volaban entre los vallados, esquivando a la gente, para llegar a mí cuando –como un dios de las tempestades– desplegaba mi lluvia de miguitas.

¿Cómo no recordar todo esto cuando Zunni nos pidió el trabajo? Investigar sobre la dimensión simbólica de las movilidades urbanas me hizo volver a la infancia y a mis fantasías. Me di cuenta entre otras cosas de que mi mirada, ahora, era más pesimista. Apenas llegué a la entrada de Acoyte y vi las rejas solemnes, hechas de puro hierro; las escaleras blancas que iban bajando hacia una bóveda oscura, tuve la imagen mental de un cementerio. Y pensar que de chico, para mí, el subte era movimiento y ruido. Era ir con mi abuela y disfrutar y vivir la aventura. Sigue leyendo

Ángeles custodios (leyenda urbana)

Vías

Cuando murió Juani, sentí que me faltaba el piso bajo los pies. No sé si se entiende lo que quiero decir: de verdad no sabés cómo seguir adelante. Porque no querés seguir adelante: ¡todo pierde sentido! ¿Levantarme? ¿almorzar? ¿regar las plantas? Nada te importa después de que la vida te sacude así.

Pero, claro, estaba Sofía. Y por ella tuve que seguir. Y dar la cara en el colegio y aceptar todos los pésames y, peor, todas las miradas. Porque la gente no puede evitar mirarte, así: con lástima. Y aunque no lo nombran, vos sabés que cada vez que te dirigen la palabra (aunque sea para preguntarte a qué hora es la reunión de padres) están pensando en Juani y en nuestro dolor y en aquel año espantoso que pasamos.

Nunca se termina de superar algo así. El tiempo no te hace olvidar, para nada. Pero aprendés a convivir con la tristeza. Y te volvés invencible: porque ¿qué más te puede pasar? Desde la muerte de Juani –es más, desde que nos dieron el diagnóstico en el hospital– sé que nada va a dolerme tanto como eso. Nada.

Y aquel día, cuando el tren estuvo a punto de arrollarnos, lo comprobé. Perdí la noción del aquí y ahora; necesité buscar a Sofi, hacerle saber que no estaba sola, pero nada más. Miedos, no tuve ninguno. Si hacía dos años había sentido que un tren me había pasado por encima ¿qué diferencia podía hacer, uno real? Sigue leyendo

La mancha en el vestido (leyenda urbana)

 

La historia del carnaval ya la conocía. Mi mamá me la contó una vez, apenas empecé a venir al club. Entonces dejé de decirle “vieja loca” a Charo, aunque nunca abra las persianas ni converse con nadie. Es increíble cómo a veces la fatalidad se ensaña con algunas personas. Porque a esa mujer sí que le pasaron cosas. Primero, lo del marido, que murió en el incendio de la fábrica. En la misma semana lo de sus padres, que chocaron de frente con un camión de gallinas. Después la hija más chica, que se pescó la tifoidea. Mamá dice que la enterraron en un cajoncito blanco, que nunca fue a un entierro más triste, en toda su vida. Y encima, lo del carnaval.

¡Como para no volverse loca, pobre Charo! Es lo que les dije a los chicos, mientras jugábamos al metegol en el club, sin saber que don Hugo nos estaba escuchando.

A don Hugo le encanta contar historias de miedo. A veces son películas, yo sé. O libros que leyó, como Frankenstein. Pero  mis favoritas son las otras, las que pasaron de verdad, en el pueblo. Mamá dice que esas también son macanas, porque don Hugo se deja llevar por lo que está contando: repite exactamente lo que dijeron y sabe lo que piensa y lo que siente cada una de las personas que nombra. Y eso, dice mamá, solo pasa en literatura.

Como sea, me quedo mil veces con la versión de don Hugo. Porque para él, Charo no se volvió loca aquel carnaval, sino un año después. Cuando vinieron  esos chicos desde Giles o San Vicente (no se acuerda bien) a una matiné que se organizó acá en el club. Mi mamá se acuerda de ese día. Se acuerda incluso de Joaquín, que es el que inventó toda esa historia con Leti.

Mamá dice que la inventó. Don Hugo piensa distinto: Sigue leyendo

Accidente fatal (leyenda urbana)

La historia es conocida entre los camioneros. Y aun cuando entiendo que puede tratarse de una superchería de esas que se cuentan por aburrimiento o por ignorancia,  he llegado a soñar con la mujer.

No, jamás la he visto. Pero sé que es ella: con sus jeans ajustados y sus botas salteñas; la camisa a cuadros anudada bajo el pecho; el colgante con la mariposa; el cabello semiatado, ondulado y cobrizo; la nariz respingada y las pecas y las largas pestañas y los ojos grises.

Es ella. Y en mis sueños aparece tal como la vio Román aquel amanecer lleno de bruma. Con la respiración agitada y el ojo izquierdo entrecerrado por la contusión. El mechón pegoteado en la mejilla, y la sangre  ─tan fresca─ perdiéndose en el cuello.

Cada vez que paso por el cruce de Acheral, cuando apenas se asoma el desvío a la 307, me distraigo buscando a la mujer de mis sueños, que desconcertó a Román y sigue animando nuestras charlas en los encuentros fortuitos que nos depara la ruta.

Desde que conozco la historia, no puedo andar por la vieja traza de la 38 ─la que llaman (¡curiosamente!)  “ruta de la muerte”, la de las rastras cañeras  y la trocha angosta─ sin ponerme a contar las grutas que se van sumando. Los pañuelos rojos, las imágenes, las notas, las velas, las flores, las botellas, los crucifijos. Y no solo a la altura de Acheral, frente al desvío de la 307, donde Román vio a la mujer: los sombríos santuarios que los vivos levantan en memoria de sus muertos van sembrándose a la vera del camino como una plaga de yuyos que es imposible parar. Me pregunto cuántas historias habrá, como esta. Cuántas que nunca se han contado. ¿Cuántas? Sigue leyendo

Las chicas del campanario

Campanario

 

Esto ya no me gusta. Se suponía que antes de terminar el recreo íbamos a estar de vuelta y Sor Juliana no iba a sospechar nada. Subir al campanario, comer los sándwiches que robamos de la cocina, mirar qué pasa abajo, allá en la calle, y ya está. Diez minutos, máximo; pero no. La culpa es mía por hacerle caso a Susana.  Que dale, no seas miedosa y nadie se va a enterar, que total con el ruido del recreo ni se va a sentir la puerta del campanario.

Como si no conociera a Sor Juliana. Nos va a hacer escribir cien veces en letra de imprenta y doscientas en letra cursiva “No debo subir al campanario”. Y tendremos que hacer tarea extra hasta fin de año. ¿Y si nos expulsa? ¡Ay, si nos expulsa! Papá dirá que a cada rato me estoy metiendo en un lío distinto, que cómo no valoro su esfuerzo, que si yo no estoy pupila él no puede trabajar y que entonces qué comemos.

─Allá abajo pasa algo ─me dice Susana. Yo me pongo en puntas de pie y miro también por la ventana.  Las de primero están cruzando la esquina. Van con la Hermana Amelia.  Su cara parece una cáscara de nuez, de lo viejita que está.

─Es como una momia ─me dice Susana y empieza a imitarla, como siempre.

No sé por qué esta vez no me da risa.

─Ahí van las de segundo ─le aviso. Susana deja de hacer payasadas y vuelve a la ventana. Sigue leyendo