Una idea congelada

Al principio, la idea de Nanuk no me gustó.

—¿Vender helados aquí, en el Ártico? —le dije, sacudiéndome la escarcha de las plumas. 

Y como no podía entender que no viera lo más obvio, también se lo planteé:

—¿De qué gustos? Si acá solamente hay nieve.

Ahí nomás se puso en acción. Fue un espectáculo inusual: no todos los días se ve un oso polar yendo y viniendo, oliendo todo a su paso, dejando un surco sobre el hielo. Fuimos testigos, todos. Porque todos lo vimos recolectar nieve. Clasificarla en capullos de clavel ártico (la única flor que crece por acá). Y meterse al agua para volver con un montón de algas que, después supimos, usaría para decorar.

Lo único que nadie vio fue el ingrediente secreto, que sin duda es fundamental. Porque la verdad sea dicha: su helado es espectacular. Y los gustos, riquísimos: nieve escarchada, nieve recién caída, nieve del aire, nieve del suelo, nieve ventosa, nieve granizada, nieve a punto nieve, nieve mojada, nieve congelada, súper nieve Nanuk.   

Su negocito habría continuado más, si no fuera porque yo metí el pico. No me siento orgullosa, pero las cosas no resultaron mal. Además, ¿para qué sirve una gaviota si no es para llevar mensajes de una punta otra?

Volé hasta la Antártida (al otro lado del mundo) y se lo conté a un pingüino. Y él, a una estrella de mar. Y ella, a una foca leopardo. En fin: ese mismo día me encargaron 6458 helados, así que emprendí vuelo con mi lista bajo el ala.

Cuando aterricé nuevamente en casa, Nanuk ya estaba agotado. Ojeroso, miraba la larga fila de clientes que nunca terminaba. Y claro, cuando vio mi lista colapsó.

Dio un zarpazo sobre los helados en exposición, pegó un gruñido feroz y se fue a dormir la siesta.

—¿Cuándo volvés? —le preguntó una morsa. Él rugió:

—¡Jamás!

Todos (desde el búho de las nieves hasta el zorro polar) se enojaron conmigo. Y eso sin contar a los 6458 clientes que me esperaban en la Antártida. Debía limpiar mi buen nombre y, sobre todo, volver a comerme un helado de Nanuk, así que pensé una estrategia de negocios.   

Ahora somos Nanuk y asociados. Tenemos recolectores de nieve, buscadores de algas, clasificadores, una sección de empaque y una transportista, que soy yo. Nanuk solo se levanta para añadir su ingrediente secreto, así que anda descansado y con mejor humor.

Eso que todavía no le di la noticia: nos vamos a expandir al Amazonas. Mañana me encuentro con un tucán para ver cómo resolvemos la cadena de frío. Tal vez podamos agregar nuevos gustos, como Agua descongelada o Nieve que se derritió.

Decidirá Nanuk, cuando se despierte.

¿Valiente, yo?

Qué ironía que todos me miren así. Como si yo fuera el más valiente de los valientes.  Justo a mí, que casi siempre estoy muerto de miedo.  Y no es que sea terrible tener miedo. Hasta los animales más grandes tienen miedo. Hasta los más feroces. Y no lo digo yo sino Don Búho. Don Búho que es el más sabio entre los sabios acá.

—Yo conocí por lo menos dos leones —me dijo el otro día— que eran el colmo de la cobardía. Uno le tenía miedo a la noche, el otro a las hormigas.

Yo me reí. Del segundo me reí. ¡Porque tenerle miedo a las hormigas! Hasta yo, que soy el zorrino más miedoso del mundo, sé que las hormigas son inofensivas.

Pero mi caso es distinto. Mucho más delicado. Yo ya sé que nadie es perfecto y que uno tiene que aceptarse como es. Mi mamá, por ejemplo,  es malísima haciendo madrigueras. Y a mi primo Zuri no le pidas que te traiga miel porque se lleva re mal con las abejas. Cada uno tiene sus defectos y está bien,  yo no me quejo de eso. ¿Pero justo a mí tenía que tocarme ser miedoso?

Porque no me importaría ser un león miedoso. O una serpiente miedosa. Ni siquiera una mosca miedosa. El problema no es el miedo: no, señor. El problema es que soy un zorrino. Y, ay, los zorrinos cuando tenemos miedo… La cola se me levanta sola, así, de golpe, sin que yo pueda evitarlo y pufff… Ahí nomás lo rocío todo con este olor que ni yo mismo soporto. Y da igual que después te revuelques en el barro o te refriegues contra mil especies diferentes de flores: el olor no se va. Y se queda con vos hasta que pasan muchos soles. Y te lo llevás a la madriguera y  a cualquier tronco que te subas. Y lo peor, lo peor de todo, es que quedás en evidencia.

—Así que te pegaste un susto… —te dice uno.

—Qué cosa vos con el miedo —te dice otro.

Y encima te lo dicen desde lejos (tres árboles y medio de distancia, como mínimo), frunciendo los hocicos y haciendo la cabeza a un lado.

Y por eso, y no porque soy valiente, yo pregunté lo que pregunté. Porque yo quiero saber cómo hay que hacer para que los humanos te lleven a la luna. Según Don Búho, a veces precisan animales. Hubo una perra, Laika, que fue una astronauta famosa. Y bueno: yo también puedo ser.

Y eso no quiere decir que no me vaya a morir de miedo. Obvio que me voy a morir de miedo. Apenas se cierre la puerta del cohete espacial, no voy a poder evitarlo.  La cola se me va a parar de así de golpe, y puff… Ya todos sabemos.

Pero, bueno: al menos no voy a quedar en evidencia. Adentro del cohete voy a estar yo solo (porque dice don Búho que a los animales los mandan siempre solos) y una vez allá… ¿qué me puede importar?  Total,  384.400 kilómetros de distancia (es lo que según Don Búho, nos separa de la luna) son un poco más que tres árboles y medio ¿no?