La confesión (leyenda urbana)

ojos

 

Yo le tomé la declaración. El tipo vino temprano, ni siquiera habíamos llegado a enchufar la cafetera. Y sí, estaba nervioso. Pero todos están así cuando vienen a la seccional. Porque pensá: ¿por qué razón vas a venir? O tenés que hacer un maldito trámite o tuviste un accidente con el auto o te asaltaron, y en cualquier caso estás con los pelos de punta. Así que al principio mucha bolilla no le di.

–¿Alguien que me pueda atender? –gritó en cuanto me vio meterme en la cocina.  La gente a veces se desubica. Porque qué se pensaba, ¿que no teníamos otra cosa que hacer?  Y decí que Pedro es tan señorito, que enseguida salió a decirle “un momento, por favor”. Si era por mí, lo insultaba.

Está bien: el tipo tenía sus razones ¿pero yo qué sabía? Para mí era uno más, y justo viene a llegar antes del desayuno. De mala gana lo hice pasar a la oficina.

–Vine a entregarme –dijo.

Me puse los lentes. Su rostro no me era familiar, para nada. Pero como siempre estamos recibiendo alguna foto o identikit, prendí la computadora para ver los últimos registros. Eso llevó un rato. Porque acá tenemos Windows noventa y pico, así que imaginate. Mientras, aproveché para buscar la Olympus: las confesiones hay que grabarlas, por protocolo ¿viste?

Cuando por fin se cargó el programa, miré los registros y nada. Al tipo no lo buscaban ni en este ni en ningún otro distrito. Le pedí el documento para verificar antecedentes, y tampoco. Limpito, estaba. Ni una multa, el loco. Sigue leyendo

La estación fantasma (leyenda urbana)

Estación fantasma

Mi abuela vivía sobre la calle Mitre, frente a Miserere. Teníamos un ritual: aplastábamos galletitas con el palo de amasar, las metíamos con cuidado en una bolsa transparente y empezábamos la travesía.

El subte para mí era descender a un mundo nuevo, por donde navegábamos a velocidad dragón a través del centro de la tierra: viajábamos de un mundo a otro. Del marrón al rosa, del rosa al carmín: los mosaicos de las estaciones eran mis coordenadas para ubicarme en el mapa. Llegar a la estación Perú –con la balanza antigua, la tabaquería devenida en kiosco, las publicidades de Centenario y Tienda El Paraíso—era sin duda lo mejor del viaje. El preludio de las palomas, nuestro destino final.

Porque en Plaza de Mayo subíamos al mundo conocido, con la casa rosada, el cabildo, los puestos callejeros, la fuente y la pirámide. Con las miles de palomas que volaban entre los vallados, esquivando a la gente, para llegar a mí cuando –como un dios de las tempestades– desplegaba mi lluvia de miguitas.

¿Cómo no recordar todo esto cuando Zunni nos pidió el trabajo? Investigar sobre la dimensión simbólica de las movilidades urbanas me hizo volver a la infancia y a mis fantasías. Me di cuenta entre otras cosas de que mi mirada, ahora, era más pesimista. Apenas llegué a la entrada de Acoyte y vi las rejas solemnes, hechas de puro hierro; las escaleras blancas que iban bajando hacia una bóveda oscura, tuve la imagen mental de un cementerio. Y pensar que de chico, para mí, el subte era movimiento y ruido. Era ir con mi abuela y disfrutar y vivir la aventura. Sigue leyendo

Ángeles custodios (leyenda urbana)

Vías

Cuando murió Juani, sentí que me faltaba el piso bajo los pies. No sé si se entiende lo que quiero decir: de verdad no sabés cómo seguir adelante. Porque no querés seguir adelante: ¡todo pierde sentido! ¿Levantarme? ¿almorzar? ¿regar las plantas? Nada te importa después de que la vida te sacude así.

Pero, claro, estaba Sofía. Y por ella tuve que seguir. Y dar la cara en el colegio y aceptar todos los pésames y, peor, todas las miradas. Porque la gente no puede evitar mirarte, así: con lástima. Y aunque no lo nombran, vos sabés que cada vez que te dirigen la palabra (aunque sea para preguntarte a qué hora es la reunión de padres) están pensando en Juani y en nuestro dolor y en aquel año espantoso que pasamos.

Nunca se termina de superar algo así. El tiempo no te hace olvidar, para nada. Pero aprendés a convivir con la tristeza. Y te volvés invencible: porque ¿qué más te puede pasar? Desde la muerte de Juani –es más, desde que nos dieron el diagnóstico en el hospital– sé que nada va a dolerme tanto como eso. Nada.

Y aquel día, cuando el tren estuvo a punto de arrollarnos, lo comprobé. Perdí la noción del aquí y ahora; necesité buscar a Sofi, hacerle saber que no estaba sola, pero nada más. Miedos, no tuve ninguno. Si hacía dos años había sentido que un tren me había pasado por encima ¿qué diferencia podía hacer, uno real? Sigue leyendo

La mancha en el vestido (leyenda urbana)

 

La historia del carnaval ya la conocía. Mi mamá me la contó una vez, apenas empecé a venir al club. Entonces dejé de decirle “vieja loca” a Charo, aunque nunca abra las persianas ni converse con nadie. Es increíble cómo a veces la fatalidad se ensaña con algunas personas. Porque a esa mujer sí que le pasaron cosas. Primero, lo del marido, que murió en el incendio de la fábrica. En la misma semana lo de sus padres, que chocaron de frente con un camión de gallinas. Después la hija más chica, que se pescó la tifoidea. Mamá dice que la enterraron en un cajoncito blanco, que nunca fue a un entierro más triste, en toda su vida. Y encima, lo del carnaval.

¡Como para no volverse loca, pobre Charo! Es lo que les dije a los chicos, mientras jugábamos al metegol en el club, sin saber que don Hugo nos estaba escuchando.

A don Hugo le encanta contar historias de miedo. A veces son películas, yo sé. O libros que leyó, como Frankenstein. Pero  mis favoritas son las otras, las que pasaron de verdad, en el pueblo. Mamá dice que esas también son macanas, porque don Hugo se deja llevar por lo que está contando: repite exactamente lo que dijeron y sabe lo que piensa y lo que siente cada una de las personas que nombra. Y eso, dice mamá, solo pasa en literatura.

Como sea, me quedo mil veces con la versión de don Hugo. Porque para él, Charo no se volvió loca aquel carnaval, sino un año después. Cuando vinieron  esos chicos desde Giles o San Vicente (no se acuerda bien) a una matiné que se organizó acá en el club. Mi mamá se acuerda de ese día. Se acuerda incluso de Joaquín, que es el que inventó toda esa historia con Leti.

Mamá dice que la inventó. Don Hugo piensa distinto: Sigue leyendo

Accidente fatal (leyenda urbana)

La historia es conocida entre los camioneros. Y aun cuando entiendo que puede tratarse de una superchería de esas que se cuentan por aburrimiento o por ignorancia,  he llegado a soñar con la mujer.

No, jamás la he visto. Pero sé que es ella: con sus jeans ajustados y sus botas salteñas; la camisa a cuadros anudada bajo el pecho; el colgante con la mariposa; el cabello semiatado, ondulado y cobrizo; la nariz respingada y las pecas y las largas pestañas y los ojos grises.

Es ella. Y en mis sueños aparece tal como la vio Román aquel amanecer lleno de bruma. Con la respiración agitada y el ojo izquierdo entrecerrado por la contusión. El mechón pegoteado en la mejilla, y la sangre  ─tan fresca─ perdiéndose en el cuello.

Cada vez que paso por el cruce de Acheral, cuando apenas se asoma el desvío a la 307, me distraigo buscando a la mujer de mis sueños, que desconcertó a Román y sigue animando nuestras charlas en los encuentros fortuitos que nos depara la ruta.

Desde que conozco la historia, no puedo andar por la vieja traza de la 38 ─la que llaman (¡curiosamente!)  “ruta de la muerte”, la de las rastras cañeras  y la trocha angosta─ sin ponerme a contar las grutas que se van sumando. Los pañuelos rojos, las imágenes, las notas, las velas, las flores, las botellas, los crucifijos. Y no solo a la altura de Acheral, frente al desvío de la 307, donde Román vio a la mujer: los sombríos santuarios que los vivos levantan en memoria de sus muertos van sembrándose a la vera del camino como una plaga de yuyos que es imposible parar. Me pregunto cuántas historias habrá, como esta. Cuántas que nunca se han contado. ¿Cuántas? Sigue leyendo