Cuando murió Juani, sentí que me faltaba el piso bajo los pies. No sé si se entiende lo que quiero decir: de verdad no sabés cómo seguir adelante. Porque no querés seguir adelante: ¡todo pierde sentido! ¿Levantarme? ¿almorzar? ¿regar las plantas? Nada te importa después de que la vida te sacude así.
Pero, claro, estaba Sofía. Y por ella tuve que seguir. Y dar la cara en el colegio y aceptar todos los pésames y, peor, todas las miradas. Porque la gente no puede evitar mirarte, así: con lástima. Y aunque no lo nombran, vos sabés que cada vez que te dirigen la palabra (aunque sea para preguntarte a qué hora es la reunión de padres) están pensando en Juani y en nuestro dolor y en aquel año espantoso que pasamos.
Nunca se termina de superar algo así. El tiempo no te hace olvidar, para nada. Pero aprendés a convivir con la tristeza. Y te volvés invencible: porque ¿qué más te puede pasar? Desde la muerte de Juani –es más, desde que nos dieron el diagnóstico en el hospital– sé que nada va a dolerme tanto como eso. Nada.
Y aquel día, cuando el tren estuvo a punto de arrollarnos, lo comprobé. Perdí la noción del aquí y ahora; necesité buscar a Sofi, hacerle saber que no estaba sola, pero nada más. Miedos, no tuve ninguno. Si hacía dos años había sentido que un tren me había pasado por encima ¿qué diferencia podía hacer, uno real? Sigue leyendo
