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No cualquiera puede hacer aviones de papel: los pliegues tienen que estar perfectos y las alas deben ser exactamente iguales. Si una te salió torcida, más vale que tuerzas la otra. Si no, no vuela. Y un avión de papel que no vuela es una porquería.
Lo más importante, igual, no es el aspecto. Por ejemplo: el Pocacosa, que a primera vista me quedó tan mal, vuela diez veces mejor que El Facha, que tiene papel dorado y alerones. No sé, hay aviones que tienen actitud y al final terminan pareciéndote relindos, aunque estén hechos con papel de diario y tengan la trompa arrugada.
Lo mismo pasa con las vecinas. Porque al principio me gustaba Ema (la del tercero). Siempre con el pelo suelto y los labios con brillito y todas esas pulseras de colores. Nada que ver con María Luz (la del cuarto), que usa aparatos y es como un obelisco, de tan alta.
Está bien: yo cometí un error de cálculo. Quería que Conquistador aterrizara en el tercero pero en cambio fue directo al balcón de María Luz. Y lo peor: ella estaba ahí, mirándome.
Me hubiera quedado escondido detrás de los geranios, de no ser porque el avión volvió. Enseguida me di cuenta: ahora Conquistador tenía alerones y había cambiado el ángulo de inclinación. ¡Esa chica sí que era una experta!
Al lado de mi pregunta (¿”Tomamos un helado?”) había escrito con lápiz, suavecito: “Sí”. Y los dos nos fuimos a la heladería. Mientras hablábamos de lanzamientos y papeles, me pareció que los aparatos le quedaban lindísimos. Y ya no me importó su altura: gracias a los aviones, estoy acostumbrado a mirar para arriba.