Hora pico

 

¡Es re injusto! ¡Éramos un montón y me ponen en penitencia a mí solo! ¿Yo qué culpa tengo del tráfico, a ver? ¡A que ahora también me dicen que soy el responsable de la hora pico! Yo manejo   con prudencia, claro, pero no puedo hacerme cargo de las maniobras del resto.  Y eso que toqué bocina. ¡Cómo tres veces, toqué! Pero en este patio nadie te da bolilla. Ya le expliqué a mi mamá, pero no quiere entenderme.

Una vez que tomás  envión es muy difícil parar la bici, y entonces no te queda otra que empezar a esquivar obstáculos. El primero fue Titán que salió corriendo atrás del gato del vecino, como siempre.  Yo tuve que doblar a la izquierda y, claro, en dos pedaleadas ya estaba encima de la cucha. Como tengo buenos reflejos, di la vuelta en U pero con tan mala suerte que casi aplasto a Josefina (¿Se pasa la vida en su caparazón y justo se le ocurre salir en ese momento?). Entonces sí clavé los frenos, pero la bici patinó. Y la rueda le dio de lleno a la pelota, que empujó la patineta, que tiró el tacho de pintura azul.

¿Fue culpa mía? ¡Por supuesto que no! Y si no, miren las huellas que hay en la cocina. Por suerte, el piso es blanco y se notan bien: esas, claramente, son del gato del vecino. Estas, más grandotas, son las de Titán. Y acá están las de Josefina, que como arrastró su lechuga terminó dibujando un lago justo al lado de la mesa.

Pero evidentemente, a mi mamá las pruebas no la convencen. Al contrario: más mira la cocina y más me quiere castigar. Ni siquiera quiso escuchar una idea buenísima que se me ocurrió con todo esto. Porque estoy seguro: si pusiéramos un semáforo en el medio del patio, no tendríamos problemas nunca más. ¡Ni siquiera en hora pico!

La estación fantasma (leyenda urbana)

Estación fantasma

Mi abuela vivía sobre la calle Mitre, frente a Miserere. Teníamos un ritual: aplastábamos galletitas con el palo de amasar, las metíamos con cuidado en una bolsa transparente y empezábamos la travesía.

El subte para mí era descender a un mundo nuevo, por donde navegábamos a velocidad dragón a través del centro de la tierra: viajábamos de un mundo a otro. Del marrón al rosa, del rosa al carmín: los mosaicos de las estaciones eran mis coordenadas para ubicarme en el mapa. Llegar a la estación Perú –con la balanza antigua, la tabaquería devenida en kiosco, las publicidades de Centenario y Tienda El Paraíso—era sin duda lo mejor del viaje. El preludio de las palomas, nuestro destino final.

Porque en Plaza de Mayo subíamos al mundo conocido, con la casa rosada, el cabildo, los puestos callejeros, la fuente y la pirámide. Con las miles de palomas que volaban entre los vallados, esquivando a la gente, para llegar a mí cuando –como un dios de las tempestades– desplegaba mi lluvia de miguitas.

¿Cómo no recordar todo esto cuando Zunni nos pidió el trabajo? Investigar sobre la dimensión simbólica de las movilidades urbanas me hizo volver a la infancia y a mis fantasías. Me di cuenta entre otras cosas de que mi mirada, ahora, era más pesimista. Apenas llegué a la entrada de Acoyte y vi las rejas solemnes, hechas de puro hierro; las escaleras blancas que iban bajando hacia una bóveda oscura, tuve la imagen mental de un cementerio. Y pensar que de chico, para mí, el subte era movimiento y ruido. Era ir con mi abuela y disfrutar y vivir la aventura. Sigue leyendo