El cuarto de las esferas

Cuando desapareció África, culpé a Páez. ¿Quién más podría haber sido? De todos mis vecinos, era el único que la miraba mal. Le molestaban sus ladridos, su tamaño y sus rulos. Que es chillona, que parece una rata de tan chiquita, que sus pelos vuelan hasta su casa y hay que ver el tiempo que pierde recogiéndolos. 

–¡Pero no, Uli! –me dijo mamá–. Es un viejo cascarrabias… Pero de ahí a secuestrar un perro. ¡No es capaz!

–Sí es capaz–acotó papá–. De eso y de mucho más.

Mamá casi se lo devora con los ojos, por lo que no tardó ni dos minutos en rematar la frase:

– …lo que no significa que lo haya hecho, claro.

Por eso la busqué a Lina. Sabía que nadie más en el barrio iba a tomarme en serio. Ella sí me iba a ayudar. Además era la única que de verdad enfrentaba a Páez, el resto (como mi papá) se quejaban de él a puertas cerradas pero no se animaban a discutirle en nada. 

Entré a su casa de té después del mediodía. Estaba cerrada al público, pero, como siempre, había dejado la puerta sin llave. Lina era de esas vecinas que confiaba en todo el mundo, y aunque tenía su propio negocio (la casa de té) no era buena comerciante: nos fiaba a todos. A mí el lugar me gustaba, estaba lleno de sorpresas. Una escalera al sótano debajo de la alfombra. Una falsa estantería que en realidad era una puerta (y la única forma de llegar a la cocina). Y lo mejor de todo: el cuarto de las esferas.

A África y a mí nos encantaba, pero creo que por motivos diferentes. A ella la alegría le entraba por el olfato. Era traspasar la puerta y ya empezaba a husmear en cada esquina. Raspaba el piso de madera, como queriendo escarbar.   

A mí, en cambio, me interesaban las esferas. No eran exactamente de esas que se ven en épocas navideñas, aunque sí bastante parecidas. Un poco más grandes, quizá. Y no había que darlas vuelta para que apareciera el “efecto nieve”. Cada tanto tiempo (a veces pasaban dos minutos, a veces cinco, a veces diez) en todas las esferas a la vez, comenzaba a nevar. ¡Era mágico!

Había una explicación racional para eso: Lina había mandado a poner un circuito eléctrico que pasaba por debajo de las estanterías. O algo así me contó. Por eso no me dejaba tocarlas: “Bajo ningún concepto, en ninguna circunstancia, Ulises”.

A mí me costaba no tocarlas: adentro tenían unos escenarios buenísimos, y ninguno era igual a otro.  Y era loco, porque la nieve caía sobre un dormitorio o una sala de cine o un garage. Esa, la del garage, era mi esfera preferida. Supongo que porque tenía una camioneta roja de esas que me hubiera gustado tener cuando era más chico y jugaba con los autitos. Y por otro montón de detalles que también me divertían: una pelota, una bicicleta desinflada, una cucha de perro, una escalera. ¡Parecía un garage de verdad!

Después de haber golpeado las manos varias veces para avisarle a Lina que estaba allí (y viendo que no había obtenido ninguna respuesta) decidí entrar a buscarla. Empecé por la cocina: abrí la puerta-estantería, nada. Corrí la alfombra y pispié el sótano. Silencio total. Quedaba solo el cuarto de las esferas, pero para eso debía traspasar el patio interno que estaba en la otra punta.

Me habrá llevado, no sé, cinco minutos llegar hasta ahí. Pero me demoré otros veinte en mover el picaporte para entrar. Me quedé parado, escuchando lo que pasaba al otro lado. Al principio por curiosidad: una de las voces era de Lina ¿Pero la otra? Me di cuenta de que era la de Páez cuando gritó “¡Bruja!”. Ronca, violentamente.

Me sentí mal conmigo mismo por no reaccionar. El viejo no solo me había robado a mi perra. Ahora le estaba gritando a una persona que era importante para mí, que yo quería de verdad; pero me dio miedo defenderla. Pensé en volver atrás, ir a mi casa, llamar a papá. Mis piernas no respondían ni para eso.

–¡Sé exactamente cómo destruirte! –gritó Páez esta vez.

Lo siguiente que escuché fue un ladrido. Su ladrido. ¡África estaba ahí! Entonces ya no pensé: simplemente moví el picaporte y me lancé adentro del cuarto.

Es difícil explicar lo que vi adentro. Me cuesta todavía entenderlo. Hay un montón de detalles que no logro ubicar en escena. Mi atención estaba completamente absorbida por un enorme agujero negro (no puedo llamarlo de otra forma, porque era precisamente eso, una suerte de agujero negro interestelar, como esos que abre el doctor Strange en las películas de Marvel). Supongo que el resto del cuarto estaba igual, que las esferas estaban sobre sus estanterías como siempre, que Páez y Lina se habrán sobresaltado al verme, que alguno habrá intentado algo. Pero no sé, todo lo que recuerdo ahora es ese enorme agujero negro y el ladrido de África al otro lado. Y después, la advertencia de Páez:

–¡Corré, neneeeee!

Y que Lina, con una fuerza inexplicable y maligna, me empujó a las profundidades de este mundo que todavía no entiendo.

Nieva. África no se despega de mi lado. Por suerte, la camioneta está abierta y así tenemos un reparo. No me animé a tocar lo demás: ni la pelota, ni la bicicleta, ni la cucha del perro, ni la escalera.

Solo pienso en Páez. En si habrá dicho la verdad, ¿sabrá cómo destruirla, podrá sacarnos de aquí? ¡Cuánto me equivoqué con él! Y con esta maldita esfera, que ya no me parece tan perfecta.    

Arreglo floral

La boda de Blancanieves
requiere organización,
y los arreglos florales
no son un tema menor.

Feliz propone un buen ramo
de alegrías del hogar
“Yo prefiero pensamientos”,
dice Sabio sin dudar.

Aunque también dice algo
Tímido, muy bajito
parece que nadie escucha
(excepto, tal vez, Mudito).

Dormilón, que quiere sombra,
para dormirse una siesta
Propone plantar un roble
en el medio de la fiesta

Mocoso que, pobrecito,
no para de estornudar
sugiere mucho eucaliptus
en pisos, techo y altar

Gruñón resopla ofendido:
“Hay que ser original:
propongo que no haya flores,
yo digo, para innovar”

Los siete discuten tanto
que hasta la bruja malvada
desde la torre más alta
escucha compenetrada.

Tal vez ha sido casual
que justo por esas horas
la bruja mandó un manzano
como regalo de bodas.

Del otro lado del mundo

Del otro lado del mundo,
con su túnica de seda
Aiko espera el nuevo año
con perfume a primavera.

Con grandes letras doradas,
Ha escrito con mano experta
mensajes de amor y dicha
sobre ventanas y puertas.

Ha puesto, con sus vecinos,
banderines y siluetas
que van pintando de rojo
cada rincón de la aldea.

Ya todo está preparado
para el baile del dragón:
El gran desfile se acerca
¡comienza la tradición!

Después el cielo se enciende
de fuegos artificiales
que Aiko verá, feliz,
rodeada de familiares.

Al fin, bajo la luz tenue
y cálida de un farol
comparten licor de frutas
Y pastelitos de arroz.

En tus manos (acróstico)

Esas acciones chiquitas
Las que a veces no se notan

Provocan cambios que afectan
Las cosas que más importan
Algunas son pan comido
No tan sencillas son otras
En todas hay desafíos
Tratá, probá ¡Tomá nota!
Al ave, dejala libre

Es su destino volar
Si querés tener mascota
Te dejo solo un consejo:
Adoptá (en vez de comprar)

Evitá ensuciar las aguas
No importa si es río o mar

Todos los peces merecen
Un hogar, no un basural
Sembrá un árbol, protegelo

Moderate y apagá
Aquellas luces que a veces
No precisás usar.
Ocupate y no te olvides:
¡Sos parte de este lugar!

Un misterio familiar

Hay un misterio en mi familia
que no podemos descifrar.
Ni la propia tía Elvira
nos lo ha podido explicar.

Si está en la pista de baile,
mi tía Elvira es un queso:
La pobre se paraliza
y no te mueve ni un hueso.

Pero si ríe… ¡Qué cosa!
Comienza la conversión,
no solo mueve su boca
¡Se pone el cuerpo en acción!

La primera carcajada
le hace temblar la barbilla
y el movimiento desciende,
con ritmo, hasta la rodilla.

Estira un brazo y el otro
repite ese movimiento.
Sus pies marcan el compás
con innegable talento.

Tenemos una certeza
en medio de tanta intriga:
Cuando mi tía se ríe
es muy buena bailarina.  

Nueva edición

Muy contenta con la nueva edición de El gigante de Balvanera y otras leyendas urbanas, ahora con «sellito» de su doble galardón: Destacado de Alija en 2015 y Favorito de los lectores en 2018.

Más info en la web de la editorial

Abuelo cuentacuentos

En el refugio del barrio
hay un perro muy viejito
que ladra cuentos variados
a todos los cachorritos.

Hoy ladró uno de aventuras
sobre una pequeña rata
que rescataba a su prima
de una banda de piratas

También un cuento de amor
de una foca y un pingüino
que adoptaban tres delfines
tras un viaje submarino.

El de terror asustaba:
En lo profundo de un río
a un pato lo visitaba
el fantasma de su tío.

Y el mejor, de detectives
de una familia de iguanas
que investigaban el crimen
de una de sus hermanas.

Y así los tuvo extasiados
A los cachorros, atentos
Yo sospecho que este perro
Es abuelo cuentacuentos.

Mi familia

Mi tío abuelo es muy alto.
Mi abuelo Quique, gritón.
La tía Estela es coqueta
y mi papá muy pintón.

Mi hermano Renzo es un genio
tocando la batería.
Pero cantando es un queso
(en eso es mejor mi prima).

De mi madrastra, me gustan
sus budines de limón
Y de su hija, los cuentos
que me lee en camisón.

De mi mamá no me acuerdo.
Pero adoro la sonrisa
que repite en cada foto
de esas que hay en la repisa.

Mi abuela dice que todos
son una parte de mí:
Los que están, los que se fueron
y los que faltan venir.

Lo importante es que te quieran
Y que vos quieras también.
Es eso tener familia
¡Y no importa quién es quién!

En tiempos de la Colonia

Dominga saca agua clara
del gran aljibe del patio,
el niño Alfonso patea
una pelota de trapo.

Su hermano Luis juega solo
con un enorme balero.
con soldaditos de plomo
se entretienen los gemelos.

Antonio eleva contento
un precioso barrilete
lo ayuda con esa hazaña
el mayor, de diecisiete.

De la ventana, los mira
La más pequeña, Beatriz
Que acuna a su muñequita
De cáscara de maíz.

Cuando a la tarde los siete
Juegan a la rayuela
Dominga les sirve un poco
De arroz con leche y canela.