El pez dorado (versión de un cuento popular ruso)

Hubo hace mucho tiempo, en una extraña isla que aparecía y desaparecía a su antojo, un matrimonio de pescadores. No tenían mucho. Una casucha destartalada que se movía como un barco en los días ventosos y una red que usaban para pescar.

Con esa red pescaron al pez dorado. No era un pez dorado cualquiera. Era el más dorado de los peces dorados. Tenía el cuerpo pequeño con relación a sus aletas, que se desplegaban como enormes alas de dragón. Sus ojos, más cristalinos que el agua, reflejaban la mirada asombrosa de los pescadores que tuvieron que pellizcarse entre ellos para estar seguros de que no soñaban.

Habían oído hablar de aquel pez prodigioso muchas veces. Sabían que no se dejaba capturar con facilidad. Era lo suficientemente ágil como para escabullirse cuando la red se acercaba y lo bastante mágico como para soltarse, en caso de necesidad.

—¿Tú crees que —titubeó la mujer—…?
— Es el pez de los deseos, sí —contestó su marido sin una pizca de duda.
—¿Y nos ha elegido a nosotros porque…?
—¡No tengo ni la menor idea! Pero nos ha elegido por algo. Este pez elige a quién quiere ayudar.
—Por supuesto, nos lo merecemos —contestó ella en voz alta, más para convencerse a sí misma que por conversar con su marido.
—¿Y qué dices…? ¿Se te ocurre qué podemos pedirle?

Se mantuvieron callados durante unos cuantos segundos. Un deseo no se toma a la ligera, hay que pensárselo muy bien.  La magia es paciente pero también muy justa, era importante que no se equivocaran.

—¡Pidámosle una casa! Una casa más grande que la nuestra. Con paredes firmes y un techo sin goteras. Con ventanas que cierren bien y nos protejan del frío. Con un piso liso y fácil de limpiar. ¡No necesitamos más!

El hombre asintió, complacido con la idea de su mujer. En una casa así, podrían ser felices.

Soltaron la red en el agua, porque sabían que así funcionaba. El pez se refrescó, dio un par de saltos y volvió a mirarlos. Era el permiso para continuar. Los pescadores se arrodillaron y acercaron sus manos al agua. Las palmas hacia arriba, la cabeza baja, los ojos cerrados. Cuando estuvieron listos, dijeron estas palabras: 

Acércate pez dorado
y cúmplenos el deseo
que hemos pensado.

El mar apenas se movió. Una luz extraña emergió desde las profundidades y el viento susurró “¡Ya está hecho!”.

Los pescadores volvieron a su casa, que ya no era una casucha destartalada. Tenía techo de tejas y, bajo la ventana, un cantero con flores.

—¿Has notado que la puerta no chirría al abrirse? —observó la mujer.
—¡Y mira cómo brilla el piso!

Los dos se abrazaron, felices por la nueva casa.  Y aquella noche durmieron hasta el amanecer.

—¿Querida, estás despierta? —preguntó él.
Y ella le respondió, adivinándole el pensamiento:
—Lo sé: tendríamos que haber pedido más. Una casa de dos plantas, por lo menos.

Volvieron a la orilla sin siquiera haber desayunado. Se arrodillaron, acercaron sus manos al agua. Las palmas hacia arriba, la cabeza baja, los ojos cerrados. Y otra vez pronunciaron estas palabras:

Acércate pez dorado
y cúmplenos el deseo
que hemos pensado.

El mar se movió un poco. Pero la superficie del agua se iluminó de todos modos, y el viento les dijo: “¡Ya está hecho!”.

Así era. La casa con techo de tejas había sido reemplazada por un edificio de dos plantas. Tenía también una terraza desde donde podía verse el mar. 

—¡Es perfecta! —dijo ella.
—¡Qué bien hicimos! —respondió él. Y durmieron contentos hasta la madrugada.

Entonces se dieron cuenta de que era ridículo tener una casa tan grande para ellos solos. Quienes vivían en lugares así no se pasaban el día subiendo y bajando escaleras, tenían gente que los ayudaba.

—Una cocinera, un ama de llaves, un mayordomo—enumeró él.
—Y un jardinero también. Hay demasiados canteros con flores. Ya me aburro de regar.

El mar se revolvió. El agua ya no se veía tan cristalina y apenas llegaron a percibir un reflejo que venía de las profundidades. Pero aun así, el viento rugió: “¡Ya está hecho!”.

Felices, corrieron a la casa. Vieron al jardinero atendiendo unos lirios siberianos. Desde la cocina, les llegó el aroma de la remolacha que la cocinera estaba hirviendo en una sopa. Un mayordomo les abrió la puerta. Y el ama de llaves entraba y salía de las habitaciones, con el apuro de alguna urgencia que los pescadores no llegaron a comprender. 

Durmieron abrazados hasta la medianoche.

—No quiero quejarme —dijo la mujer—, pero tanta gente dando vueltas…
—¡Es que no sabemos tratarlos! Solo somos dos pescadores, no estamos acostumbrados a que nos traten como reyes.

Los ojos de ella se iluminaron. ¡Eso era!

—¡El deseo nos quedó grande porque lo pedimos mal! Pidamos un palacio con todo el personal necesario, pero también que estemos a la altura. ¿Por qué no podríamos ser reyes?
—¡O zares! —retrucó él— ¿Por qué gobernar un reino cuando podríamos tener todo un imperio?

La luna estaba en lo alto cuando llegaron a la orilla, pero el mar estaba tan oscuro y revuelto que tuvieron que avanzar a tientas, guiándose por el sonido de las olas. Se arrodillaron, como siempre. Metieron las manos en el agua con las palmas hacia arriba, mantuvieron la cabeza baja, cerraron los ojos. Hicieron todo lo que tenían que hacer. Pronunciaron también las palabras mágicas, exactamente igual que las otras veces. 

 Acércate pez dorado
y cúmplenos el deseo
que hemos pensado.

Pero esta vez ninguna luz llegó de las profundidades. Y el mar estaba tan furioso que se escuchaba por encima del viento. El oleaje era aterrador. 

Los pescadores se miraron. Y ese solo gesto bastó para que se entendieran. Volvieron a repetir todo el ritual. Y a decir, con más fuerza que antes, las palabras mágicas. Pero fue inútil.

—¡No es justo, nosotros te capturamos! —gritó él.
Y ella:
—¡No te pedimos más que lo que merecemos!

Entonces se vio una luz que, desde las profundidades, tiñó todo el océano. Y el viento, por fin, les anunció: “¡Ya está hecho!”

Pero al regresar no hallaron ningún palacio, sino su casucha destartalada de siempre. Y allí vivieron los dos, hasta que la isla se borró de los mapas.

Y colorín colorado,
las aguas ya se calmaron.
El cuento así te lo cuento
porque así me lo contaron.

Amigas

Si Emma tira la pelota
Croqueta corre a buscarla
Mientras juegan, y a su modo
también parece que charlan.

Si Emma come una manzana
Croqueta espera su turno:
Un trocito cada una
y se acaba en un segundo.

Si Emma está muy asustada
Croqueta se sienta al lado
la busca con el hocico
y el susto queda olvidado.

Si Emma se siente triste
Croqueta lame su cara
de golpe viene la risa
¡y aquí no ha pasado nada!

Si a Emma le agarra sueño
Croqueta se echa también
se duermen tan enredadas
que no se ve quién es quién.

Si Emma la tiene cerca
algo brilla alrededor:
Croqueta llegó a su vida
y el mundo es mucho mejor.

Como perro y gato

La primera vez pelearon
como perro y gato:
Batata ladraba
Guau Guau
Y Akiro, callado,
le mostró las garras.
Zas Zas
Los dos se miraban
fijamente
como midiendo
quién mandaba.

¿Quién mandaba?
A veces, Akiro
Miau Miau
andaba como si
la habitación
fuera un palacio
y él un gato emperador.

Pero otras veces, Batata
se rebelaba
se daba cuenta de su tamaño
de la fuerza
de sus patas
y avanzaba
Tap Tap
Y Akiro el gato emperador
se iba volviendo
pequeño
pequeñito
mínimo
minino.
(Y se escapaba)

Pero un día descubrieron
juntos
sin saber
sin querer
que se querían.
Batata movió la cola
Plas Plas
y Akiro dejó salir
Su Ron Ron
y así como si nada
como quien dice
ya es tiempo y ya era hora
empezaron a entenderse y a jugar
como perro y gato.

Allá y acá


Allá donde yo nací,
(según cuentan mis abuelos)
las calles huelen distinto:
a rosas y a crisantemos.

Hay otras celebraciones,
¡me encanta la de año nuevo!
Porque hay faroles y danzas,
dragones que no dan miedo.

Palabras que yo conozco
y no entienden mis amigos:
las digo si estoy en casa
o charlando con mis primos.

Rutinas que solo existen
en mi vida familiar,
como comer con palitos
y descalzarme al entrar.

Acá donde estoy creciendo
(yo les cuento a mis abuelos)
jugamos a la pelota
a veces, en el recreo.

Fuimos campeones del mundo
en el Mundial de Qatar
con Dibu cuidando el arco
y Messi de capitán.

Papá prende la parrilla:
los domingos hay asado.
Y a la tarde, mate amargo
que pasa de mano en mano.

Me gusta poder decirles
que soy muy feliz acá
pero que a veces querría
pasar un ratito allá.

Amanece en la selva

El puma estira sus patas
con calma, se despereza
y tras dos tímidos pasos
por fin la carrera empieza.

Las alas del guacamayo
como si fueran crayones
van dibujando en el cielo
su vuelo de tres colores.

Hay una línea en la tierra,
un paso que se adivina:
Es la temible anaconda
que abandonó su guarida.

De rama en rama va el mono
con la cola se sujeta.
Su salto es muy divertido,
avanza dando piruetas.

Lo mira sin detenerse
un coatí muy curioso
que va trepando deprisa
a un ritmo vertiginoso.

El yacaré muy despacio
se va arrastrando a la orilla
su movimiento es tan lento
que al río le hace cosquillas.

Toma distancia asustado
pobrecito, el surubí
que moviendo sus aletas
muy pronto sale de ahí.

Y así entre pelos y plumas
con colas, patas y aletas
ya con el sol en lo alto,
la selva entera despierta.

Mucho viaje

Personajes:
Caracol
Caracolito

ACTO ÚNICO

CARACOLITO: ¿Falta mucho para llegar?

CARACOL: ¡Pero si recién salimos, hijo! Apenas está amaneciendo. ¡Mirá el cielo!

CARACOLITO: ¿Toda la planta tenemos que trepar? ¿Hasta arriba?

CARACOL: No es una planta, es un árbol. Se llama fresno, ya te lo dije.

 CARACOLITO: ¡Estoy cansado! ¿Paramos un ratito? 

CARACOL: ¡Vamos, te va a hacer bien un poco de ejercicio! ¡Yo a tu edad…!

CARACOLITO: Sí, sí, ya lo sé: eras el caracol más atlético del planeta.

CARACOL: Tenía tres días de vida y escalé un kiwi.

CARACOLITO: ¿Un kiwi? Qué rico, me dio hambre.

CARACOL: ¡No seas glotón! Ni siquiera es mediodía.  

CARACOLITO: ¡Si el sol está re alto!

CARACOL: Sé paciente: va a subir todavía más.   

CARACOLITO: ¿Y ahora cuánto falta? ¿Ya llegamos?

CARACOL: Mirá el cielo ¿qué color tiene?

CARACOLITO: Azul.

CARACOL: Bueno, cuando empiece a oscurecer va a faltar poquito.

CARACOLITO: ¡Uy, ya oscureció! ¡Qué suerte, falta poquito!

CARACOL: Pero no, hijo… Es un picaflor que nos está haciendo sombra.

CARACOLITO: ¿No podemos parar un rato?

CARACOL: No, porque nos atrasaríamos.

CARACOLITO ¿Y cuál es el problema si nos atrasamos?

CARACOL: ¿Yo qué te prometí?  

CARACOLITO: Que íbamos a ver las estrellas.

CARACOL: Bueno, para eso tenemos que llegar a tiempo.

CARACOLITO: ¿Llegar a dónde?

CARACOL: A la rama más alta.

CARACOLITO: ¿Y cuándo llegamos a esa otra rama que está más cerca?

CARACOL: Un poco antes del anochecer. Tal vez para el crepúsculo estamos.  

CARACOLITO: ¿Qué es el crepúsculo?

CARACOL: Un momento del día… Cuando el cielo se pone medio naranja.  

CARACOLITO: ¡Yo me comería una naranja ahora!

CARACOL: ¿Qué es lo que no te comerías vos? 

CARACOLITO: No me comería un grano de sal… Ya me explicaste que es peligroso.

CARACOL: Bueno, al menos me escuchás de vez en cuando.

CARACOLITO: ¡Yo te escucho todo el tiempo!¡Si no parás de hablar!

CARACOL: Porque vos no parás de preguntar.

CARACOLITO: ¿Cuánto falta?

CARACOL: Tu madre tenía razón… ¡Mejor bajemos, es demasiado viaje para vos!

CARACOLITO: ¿Y entonces no vamos a ver las estrellas?

CARACOL: ¡Claro que vamos a verlas! Pero de más lejos, desde la maceta.

El aljibe

En una calle empedrada, cerca de Plaza Mayor, hay una casa de dos pisos. Fermín la mira. Su padre le ha contado que las grandes casas tienen un patio central, y casi siempre un aljibe.

Su padre sabe de agua, porque es aguatero y la reparte por toda la ciudad. Fermín siempre lo acompaña. Se levantan al amanecer, enganchan los bueyes al carro y después se meten en el río. A Fermín le encanta recoger el agua y llenar los baldes. Su padre le ha enseñado cómo hacerlo sin salpicar. También le ha dicho que hay que dejarla reposar, así el barro baja y el agua queda limpia. Lista para entregar.

Ahora mismo, Fermín está por llevar un pedido. Por primera vez no lo acompaña su padre, y se siente grande por eso. La casa de los Riglos está dos calles más abajo. Tiene tiempo para descansar, así que se detiene a ver la casa.

Apoya el balde frente a la puerta, y se queda pensando en el aljibe que no conoce pero imagina bien: seguro tendrá detalles en mármol y un escudo labrado.

Distraído como está, no espera que la puerta se abra de par en par. ¡Todo pasa tan rápido! Un chico, como de su edad, sale corriendo. Detrás, viene su hermana con los ojos vendados.

 —¡Gallito ciego, gallito ciego! —le grita él. Y ella tropieza con el balde.

El balde que estaba rebalsando, listo para entregar. El balde que los Riglos esperaban. El balde que ahora está vacío, sin una gota de agua.

—¿Qué voy a hacer? —solloza Fermín— ¿Qué le diré a mi padre?

—Fue nuestra culpa —lo consuela el señorito.   

—Repondremos el agua —promete la niña, que ya se ha quitado el pañuelo de los ojos.

Y así Fermín, por primera vez, ve un aljibe. Es de ladrillo colorado y tiene una flor de hierro en el centro.

Más tarde le contará a su padre del mecanismo para subir el agua. Y de sus nuevos amigos, que viven en la gran casa sobre la calle empedrada.

Había una y otra vez

Había una vez un retoño
apenas una ramita,
que fue creciendo despacio
y con paciencia infinita.

El tronco se hizo muy grueso,
fueron subiendo las ramas,
las nubes se convirtieron
en vecinitas cercanas.

Un día brotaron flores
amarillas, perfumadas
que endulzaron todo el barrio
con su fragancia dorada.

Y empezó a haber visitantes:
un colibrí, un cardenal,
abejas que se llevaban
el néctar a su panal.

Los niños se entretenían
intentándolo escalar:
subían y se caían
y volvían a empezar.

Bajo su sombra hubo tanto,
que no se puede contar:
besos secretos, promesas,
recuerdos que quedarán.

Un día así, de improviso,
alguna flor se soltó
las semillitas volaron
donde el viento las llevó.

Y colorín colorado,
el cuento vuelve a empezar:
Ya se adivina un retoño
que pronto va a germinar.

In memoriam

Basta pestañear
para volver a verte
Con el jean,
la camisa
y el escote en ve
La mirada tranquila
y los ojos sanos
La sonrisa escondida,
como Papá Noel.

Miro atrás y estás siempre,
en cualquier escenario
Y da igual si soy niña,
adolescente o mujer
Vos estás siempre firme,
Como actor de reparto
En mis horas felices
Y en el duelo, también.

De mis padres, amigo
O mejor: un hermano.
De mí misma, padrino
Voz de miel, piropeando
o tirando algún cable
(porque así era tu esencia
siempre acompañando).

Te fallé, y cuánto duele
haberme demorado.
Te debo una visita:
Vos ya me dirás cuándo.
Si es cierto que allá esperan
nuestros seres amados,
volveré a ver tus ojos…
Tus lindos ojos sanos.

Amira, la faraona

Ilustración de Tania Recio para el libro EL PERFUME DE LA FARAONA de Kyra Galván (editorial El Naranjo)

La hermosa princesa Amira camina a orillas del Nilo. Ha sido proclamada faraona y tendrá que enfrentar su destino. Atraviesa el desierto con la cabeza en alto, segura de que vencerá a sus enemigos. Sabe que son poderosos, pero no se detiene.

La hermosa princesa Amira ya es faraona. No le teme a nada, porque no hay en todo Egipto un poder más grande que el de un faraón. Lleva su túnica blanca, con finos bordados en oro y plata. Sus brazaletes tintinean. La faraona avanza.

Recuerda las palabras de su gente. Eso le da fuerzas:

—¡En ti confiamos, faraona!

—¡Protégenos!

La faraona se siente poderosa. No le teme a las plagas ni a las momias ni a las maldiciones. Y mucho menos, al malvado Ramsés.

Ve la pirámide, amenazante, frente a ella. Da un paso.

Dos.

Uno más.

Entra.

El malvado Ramsés la está esperando, con sus ojos amarillos y feroces. Amira observa en la cabeza del traidor el pañuelo a rayas, a modo de corona. Ve también el cetro y la falsa barba, que solo pueden llevar los reyes.

—Malvado Ramsés, ¡devuélveme lo que me pertenece! ¡Yo soy la faraona!

Y habría sido la batalla más memorable de toda la Historia universal, si no fuera porque del modo más inoportuno llegó su madre con la merienda:

—¿Pero qué es todo este lío, Amira? ¿Y de qué lo disfrazaste al pobre gato?

—¡Ufa, mamá! ¿No ves que estoy jugando?

Ramsés maúlla, aliviado. Y aprovecha la ocasión para salir de la pirámide que Amira improvisó con una sábana y dos sillas: mejor se va a dormir la siesta.

La faraona moja una galletita en la chocolatada. Y está bien: tiene que reponer fuerzas para la próxima batalla.