
Esta historia ocurrió en las lejanas tierras de Britania, donde vivió el mago Merlín. Un mago poderosísimo, que a veces adoptaba la forma de un hombre pero que también sabía transformarse: había sido ciervo, había sido árbol, había sido torre, había sido lluvia. Podía ver el futuro, y por eso lo llamaban adivino. Y también hechicero, porque sabía de hierbas y pócimas mágicas.
Por eso, los reyes confiaban en él. Como Uther, que no dudó en pedirle ayuda cuando nació su hijo Arturo:
—Tengo demasiados enemigos —le dijo—, y temo que lo lastimen. ¡Llévatelo!
Merlín lo cuidó los primeros años, pero cuando el niño comenzó a hablar quiso que tuviera amigos de su edad. Lo vistió, le dio un atado con sus pertenencias, y le dijo que se presentara en casa de un noble y dijera palabra por palabra: “Soy Arturo, y me envía Merlín. Desde hoy viviré con ustedes”.
Nadie en el castillo se animó a contrariar los deseos del gran mago y el niño fue adoptado sin preguntas, como un hijo más. Y pasaron los años.
Muchos, muchos años.
Arturo era ya un adolescente, cuando el rey Uther murió. Y todos en el reino se desesperaron, porque nadie conocía la existencia de Arturo y entonces, si el rey no había dejado un heredero, ¿quién iba a gobernarlos?
Merlín no necesitó reunir a los ciudadanos. Su voz se escuchó en cada rincón de Britania. Sonó en las casas, en los palacios, en las posadas, en los mercados, en las calles, en los caminos más apartados:
—Sí hay un heredero —dijo—, pero ni él mismo lo sabe.
Y les contó de Excalibur.
Excalibur era una espada mágica. Tan única y poderosa, que solo podría tomarla el próximo rey de Britania. Merlín la clavó en una piedra, y esperó.
Desfilaron nobles, religiosos, soldados, campesinos, artesanos y hasta pordioseros. Todos quisieron probar suerte. ¿Qué podían perder? Con una mano, con otra, con alguna artimaña (usaron ganzúas, sogas, pinzas ¡nada servía!). Intentaron incluso entre varios, juntos a la vez. Pero Excalibur seguía allí.
Clavada en la piedra. Firme. Inmóvil.
Hasta que llegó Arturo. Durante muchos días, había observado el esfuerzo de los otros. No pensaba en la posibilidad de que él mismo pudiera levantar la espada. No creía que fuera más fuerte que el resto; ni más inteligente, ni más capaz. No sabía que justamente por esto —por no creerse más que ninguno— merecía ser el rey de Britania.
Sin saber por qué (aunque algunos dirían que fue movido por Merlín), se puso en la fila. El sol ya se ocultaba, cuando llegó su turno. Apenas acercó su mano, Excalibur se iluminó. Era una luz blanca, potentísima, que terminó de estallar cuando el muchacho, sin hacer ningún esfuerzo, levantó la espada.
Arturo fue un buen rey. Fijó su corte en Camelot, donde instaló una legendaria mesa redonda que compartió con sus caballeros más leales.
Merlín nunca se sintió más orgulloso.








