——————Ilustración de Marín para la versión de Laura Devetach de editorial Colihue.
A simple vista, era un conejo cualquiera. Tenía las orejas largas y un rabo con forma de pompón. Tres bigotes a cada lado del hocico y dos dientes que, de tan larguísimos, no le entraban en la boca.
Pero a la vez era un conejo distinto. Cualquier otro se hubiera asustado cuando pasó lo que pasó. ¿Y qué fue lo que pasó? Una serie de sucesos que ocurrieron en cierto orden. Lo primero, el conejo buscó un lugar donde dormir. Lo segundo, eligió una pequeña abertura en la base de en un árbol hueco. Lo tercero, se acomodó ahí como pudo (dejando medio cuerpo afuera). Lo cuarto, se dejó acariciar por el sol que recibía desde arriba y se quedó dormido.
Entonces, entró en escena un puma. Un puma musculoso, de garras afiladas. Pero también un poco distraído: no vio la mitad del conejo que sobresalía de aquel árbol. Y, claro, como no lo vio, se le sentó encima.
El conejo se despertó, por supuesto. Pero como era un conejo distinto a cualquier otro conejo, en vez de asustarse se quedó quieto y casi sin respirar. Pensando y pensando y pensando. Hasta que se le ocurrió una idea brillante. Brillantísima.
—¿Quién se sentó sobre mi dedo? —gritó. Y su voz, que fue subiendo por el árbol hueco hasta llegar al cielo, resonó en el aire con tanta energía que cualquiera hubiera dicho que era un elefante el que gritaba.
¡Hasta el puma se sobresaltó! Y, como sentía que bajo sus patas había algo mullidito, relojeó disimuladamente. Así fue como se dio cuenta de que no estaba sentado sobre el pasto.
—¡Me senté sobre un dedo gigantesco! —murmuró para sí mismo— ¡Lo que medirá esa pata!
Y sin esperar a comprobarlo, el puma salió disparado.
¿Y el conejo? El conejo se quedó durmiendo, arrullado por el solcito de la tarde que le daba de pleno en el hocico.
Hubo hace mucho tiempo, en una extraña isla que aparecía y desaparecía a su antojo, un matrimonio de pescadores. No tenían mucho. Una casucha destartalada que se movía como un barco en los días ventosos y una red que usaban para pescar.
Con esa red pescaron al pez dorado. No era un pez dorado cualquiera. Era el más dorado de los peces dorados. Tenía el cuerpo pequeño con relación a sus aletas, que se desplegaban como enormes alas de dragón. Sus ojos, más cristalinos que el agua, reflejaban la mirada asombrosa de los pescadores que tuvieron que pellizcarse entre ellos para estar seguros de que no soñaban.
Habían oído hablar de aquel pez prodigioso muchas veces. Sabían que no se dejaba capturar con facilidad. Era lo suficientemente ágil como para escabullirse cuando la red se acercaba y lo bastante mágico como para soltarse, en caso de necesidad.
—¿Tú crees que —titubeó la mujer—…? — Es el pez de los deseos, sí —contestó su marido sin una pizca de duda. —¿Y nos ha elegido a nosotros porque…? —¡No tengo ni la menor idea! Pero nos ha elegido por algo. Este pez elige a quién quiere ayudar. —Por supuesto, nos lo merecemos —contestó ella en voz alta, más para convencerse a sí misma que por conversar con su marido. —¿Y qué dices…? ¿Se te ocurre qué podemos pedirle?
Se mantuvieron callados durante unos cuantos segundos. Un deseo no se toma a la ligera, hay que pensárselo muy bien. La magia es paciente pero también muy justa, era importante que no se equivocaran.
—¡Pidámosle una casa! Una casa más grande que la nuestra. Con paredes firmes y un techo sin goteras. Con ventanas que cierren bien y nos protejan del frío. Con un piso liso y fácil de limpiar. ¡No necesitamos más!
El hombre asintió, complacido con la idea de su mujer. En una casa así, podrían ser felices.
Soltaron la red en el agua, porque sabían que así funcionaba. El pez se refrescó, dio un par de saltos y volvió a mirarlos. Era el permiso para continuar. Los pescadores se arrodillaron y acercaron sus manos al agua. Las palmas hacia arriba, la cabeza baja, los ojos cerrados. Cuando estuvieron listos, dijeron estas palabras:
Acércate pez dorado y cúmplenos el deseo que hemos pensado.
El mar apenas se movió. Una luz extraña emergió desde las profundidades y el viento susurró “¡Ya está hecho!”.
Los pescadores volvieron a su casa, que ya no era una casucha destartalada. Tenía techo de tejas y, bajo la ventana, un cantero con flores.
—¿Has notado que la puerta no chirría al abrirse? —observó la mujer. —¡Y mira cómo brilla el piso!
Los dos se abrazaron, felices por la nueva casa. Y aquella noche durmieron hasta el amanecer.
—¿Querida, estás despierta? —preguntó él. Y ella le respondió, adivinándole el pensamiento: —Lo sé: tendríamos que haber pedido más. Una casa de dos plantas, por lo menos.
Volvieron a la orilla sin siquiera haber desayunado. Se arrodillaron, acercaron sus manos al agua. Las palmas hacia arriba, la cabeza baja, los ojos cerrados. Y otra vez pronunciaron estas palabras:
Acércate pez dorado y cúmplenos el deseo que hemos pensado.
El mar se movió un poco. Pero la superficie del agua se iluminó de todos modos, y el viento les dijo: “¡Ya está hecho!”.
Así era. La casa con techo de tejas había sido reemplazada por un edificio de dos plantas. Tenía también una terraza desde donde podía verse el mar.
—¡Es perfecta! —dijo ella. —¡Qué bien hicimos! —respondió él. Y durmieron contentos hasta la madrugada.
Entonces se dieron cuenta de que era ridículo tener una casa tan grande para ellos solos. Quienes vivían en lugares así no se pasaban el día subiendo y bajando escaleras, tenían gente que los ayudaba.
—Una cocinera, un ama de llaves, un mayordomo—enumeró él. —Y un jardinero también. Hay demasiados canteros con flores. Ya me aburro de regar.
No había amanecido todavía cuando llegaron a la orilla. Una vez más, se arrodillaron. Metieron las manos en el agua, bajaron la cabeza, cerraron los ojos. Y, como si de una sola voz se tratase, pronunciaron estas palabras:
El mar se revolvió. El agua ya no se veía tan cristalina y apenas llegaron a percibir un reflejo que venía de las profundidades. Pero aun así, el viento rugió: “¡Ya está hecho!”.
Felices, corrieron a la casa. Vieron al jardinero atendiendo unos lirios siberianos. Desde la cocina, les llegó el aroma de la remolacha que la cocinera estaba hirviendo en una sopa. Un mayordomo les abrió la puerta. Y el ama de llaves entraba y salía de las habitaciones, con el apuro de alguna urgencia que los pescadores no llegaron a comprender.
Durmieron abrazados hasta la medianoche.
—No quiero quejarme —dijo la mujer—, pero tanta gente dando vueltas… —¡Es que no sabemos tratarlos! Solo somos dos pescadores, no estamos acostumbrados a que nos traten como reyes.
Los ojos de ella se iluminaron. ¡Eso era!
—¡El deseo nos quedó grande porque lo pedimos mal! Pidamos un palacio con todo el personal necesario, pero también que estemos a la altura. ¿Por qué no podríamos ser reyes? —¡O zares! —retrucó él— ¿Por qué gobernar un reino cuando podríamos tener todo un imperio?
La luna estaba en lo alto cuando llegaron a la orilla, pero el mar estaba tan oscuro y revuelto que tuvieron que avanzar a tientas, guiándose por el sonido de las olas. Se arrodillaron, como siempre. Metieron las manos en el agua con las palmas hacia arriba, mantuvieron la cabeza baja, cerraron los ojos. Hicieron todo lo que tenían que hacer. Pronunciaron también las palabras mágicas, exactamente igual que las otras veces.
Acércate pez dorado y cúmplenos el deseo que hemos pensado.
Pero esta vez ninguna luz llegó de las profundidades. Y el mar estaba tan furioso que se escuchaba por encima del viento. El oleaje era aterrador.
Los pescadores se miraron. Y ese solo gesto bastó para que se entendieran. Volvieron a repetir todo el ritual. Y a decir, con más fuerza que antes, las palabras mágicas. Pero fue inútil.
—¡No es justo, nosotros te capturamos! —gritó él. Y ella: —¡No te pedimos más que lo que merecemos!
Entonces se vio una luz que, desde las profundidades, tiñó todo el océano. Y el viento, por fin, les anunció: “¡Ya está hecho!”
Pero al regresar no hallaron ningún palacio, sino su casucha destartalada de siempre. Y allí vivieron los dos, hasta que la isla se borró de los mapas.
Y colorín colorado, las aguas ya se calmaron. El cuento así te lo cuento porque así me lo contaron.