Qué dijo la bailarina

¡Me enamoré a su regreso!
Le digo, ya estoy perdida
No tengo más que mirarlo
y el rostro se me ilumina.

Se lanzó de la ventana,
voló como Supermán
¡Deberían, por lo menos,
ascenderlo a capitán!

¡Navegó como un pirata,
y se enfrentó a un gran ratón!
Mire, apenas lo imagino
se acelera el corazón.

Se lo tragó de un bocado
una gran bestia marina
y ha logrado, a pesar de eso
regresar a la cocina.

Le juro, ese soldadito
así, sin pierna y pequeño
es justo lo que yo quiero:
¡El juguete de mis sueños!

El príncipe rana (versión de un cuento de los Grimm)

En tiempos lejanísimos había una princesa que estaba acostumbrada a jugar sola. Vivía en un palacio con mil quinientas recámaras, junto a un precioso laberinto de arbustos que terminaba en un bosque.

Fue en ese bosque donde comenzó esta historia. Justo debajo de la sombra de un tilo y frente a un manantial ruidoso. La princesa se entretenía allí, como cada tarde, lanzando hacia arriba una pelota de oro. Pero hizo un mal cálculo y ¡plaf! el juguete cayó en el agua.

Desesperada, se acercó a la orilla. Metió una mano, el brazo, incluso el hombro, pero no llegó a tocar el fondo. También intentó mirar, pero solo vio el reflejo de su propio rostro entristecido.  

Así que empezó a llorar porque ¿qué otra cosa podría hacer en esas circunstancias? Lo hizo tan ruidosamente que una rana se asomó a ver qué pasaba:  

—Dime por qué lloras.

Era una rana fea y viscosa, llena de protuberancias y con ojos saltones. No había razón para contarle lo sucedido, pero muchas veces las cosas se hacen sin razón y la princesa le contó.

La rana no dudó en hacer un trato.

—Si yo te traigo la pelota ¿tú qué me das a cambio?

—¡Lo que quieras! —respondió la princesa—: vestidos, joyas, ¡hasta mi corona!

—No me interesa eso. Pero aceptaré tu amistad.

La princesa casi se le ríe en la cara. ¿Cómo iba a ser ella amiga de una rana? Las ranas no viven en palacios ni comen en platos de porcelana ni duermen en edredones de plumas. Pero por otro lado, ¿quién más podría ayudarla? Así que aceptó el trato.

Habrá quien crea que la princesa intentó engañarla, que desde el principio supo que iba a faltar a su palabra. Pero no fue así. Mientras no tuvo su pelota en la mano, realmente estaba dispuesta a hacer lo necesario para recuperarla.

El problema fue que apenas consiguió lo que quería, ya no vio la necesidad de sacrificarse. Así que en cuanto la rana le entregó la pelota, la princesa corrió sin mirar atrás, atravesó el laberinto y regresó a su palacio.

Por supuesto, la rana no pudo seguirle el paso. Y seguramente dio muchas vueltas en el laberinto, porque ya era de noche cuando se la vio subir por las escalerillas de la entrada principal.

Ábreme, princesa
pues debes todavía
cumplir una promesa.     

La voz de la rana se escuchó desde las mil quinientas recámaras y la princesa no tuvo más remedio que dejarla entrar porque, después de todo, lo que reclamaba era justo.

A regañadientes, fue concediendo todas y cada una de las cosas que la rana le exigió: la subió a su silla de terciopelo, cuando la rana quiso sentarse a su lado. La acomodó en su plato de porcelana, cuando la rana quiso compartir su comida. La acercó al fuego, cuando la rana se quejó de frío. Y finalmente, la llevó a su habitación, cuando la rana dijo que ya quería dormir.

En esa habitación ocurrió el prodigio, justo cuando la princesa tuvo el impulso de arrojar a su nueva amiga por la ventana. O mejor: justo en el momento en que decidió no hacerlo, quién sabe por qué razón. Tal vez por pura intuición, o porque a la magia le gusta llegar a tiempo.

—Con tu amistad, has roto el maleficio que una bruja malvada arrojó sobre mí —le explicó después el príncipe, que dejó de ser rana. Y le propuso matrimonio.

Ella dijo que sí, pero aún no cumple su promesa.  

El avioncito mentiroso

Había una vez una casa de ladrillos, que ningún soplido pudo derribar. Y tres cerditos que, adentro de ella, se sentían seguros.

¡Pero también hambrientos! 

—¡Yo construí la casa! —protestó Primero—, ¿de verdad me tengo que ocupar de todo?

—Si nos hubieras avisado que no tenías ni una miga de pan para convidarnos, habríamos recogido alguna fruta por el camino—se defendió Tercero.

—¡Y ahora no podemos salir! —dijo Segundo, que no dejaba de mirar por la ventana— ¡El lobo sigue ahí, esperándonos!

 Los cerditos podrían haber seguido peleando. Podrían haberse puesto a llorar. Podrían haber salido de la casa, y que pasara lo que pasara.

Podrían haber hecho un montón de cosas, pero solo hicieron una: trabajaron en equipo. Primero tuvo la idea. Segundo, la ejecutó. Tercero, se ocupó de los detalles.

Así fue como a la mañana siguiente un avioncito de papel cayó a los pies del lobo. Sobre la parte visible, se leía con letra clara: “Cómo derribar una casa de ladrillos”. Por supuesto, el lobo no pudo aguantarse las ganas, desarmó el avioncito y siguió las instrucciones:

Una hora más tarde, los cerditos pudieron cenar muy tranquilos. El lobo les había arrojado tanta, pero tanta fruta, que tuvieron provisiones para varios días. Además, abandonó la guardia: se fue a averiguar quién es el gracioso que anda mandando avioncitos con hechizos que no funcionan.

Y así se acabó otro cuento
con los cerditos felices
y el lobo no tan contento.

El pez dorado (versión de un cuento popular ruso)

Hubo hace mucho tiempo, en una extraña isla que aparecía y desaparecía a su antojo, un matrimonio de pescadores. No tenían mucho. Una casucha destartalada que se movía como un barco en los días ventosos y una red que usaban para pescar.

Con esa red pescaron al pez dorado. No era un pez dorado cualquiera. Era el más dorado de los peces dorados. Tenía el cuerpo pequeño con relación a sus aletas, que se desplegaban como enormes alas de dragón. Sus ojos, más cristalinos que el agua, reflejaban la mirada asombrosa de los pescadores que tuvieron que pellizcarse entre ellos para estar seguros de que no soñaban.

Habían oído hablar de aquel pez prodigioso muchas veces. Sabían que no se dejaba capturar con facilidad. Era lo suficientemente ágil como para escabullirse cuando la red se acercaba y lo bastante mágico como para soltarse, en caso de necesidad.

—¿Tú crees que —titubeó la mujer—…?
— Es el pez de los deseos, sí —contestó su marido sin una pizca de duda.
—¿Y nos ha elegido a nosotros porque…?
—¡No tengo ni la menor idea! Pero nos ha elegido por algo. Este pez elige a quién quiere ayudar.
—Por supuesto, nos lo merecemos —contestó ella en voz alta, más para convencerse a sí misma que por conversar con su marido.
—¿Y qué dices…? ¿Se te ocurre qué podemos pedirle?

Se mantuvieron callados durante unos cuantos segundos. Un deseo no se toma a la ligera, hay que pensárselo muy bien.  La magia es paciente pero también muy justa, era importante que no se equivocaran.

—¡Pidámosle una casa! Una casa más grande que la nuestra. Con paredes firmes y un techo sin goteras. Con ventanas que cierren bien y nos protejan del frío. Con un piso liso y fácil de limpiar. ¡No necesitamos más!

El hombre asintió, complacido con la idea de su mujer. En una casa así, podrían ser felices.

Soltaron la red en el agua, porque sabían que así funcionaba. El pez se refrescó, dio un par de saltos y volvió a mirarlos. Era el permiso para continuar. Los pescadores se arrodillaron y acercaron sus manos al agua. Las palmas hacia arriba, la cabeza baja, los ojos cerrados. Cuando estuvieron listos, dijeron estas palabras: 

Acércate pez dorado
y cúmplenos el deseo
que hemos pensado.

El mar apenas se movió. Una luz extraña emergió desde las profundidades y el viento susurró “¡Ya está hecho!”.

Los pescadores volvieron a su casa, que ya no era una casucha destartalada. Tenía techo de tejas y, bajo la ventana, un cantero con flores.

—¿Has notado que la puerta no chirría al abrirse? —observó la mujer.
—¡Y mira cómo brilla el piso!

Los dos se abrazaron, felices por la nueva casa.  Y aquella noche durmieron hasta el amanecer.

—¿Querida, estás despierta? —preguntó él.
Y ella le respondió, adivinándole el pensamiento:
—Lo sé: tendríamos que haber pedido más. Una casa de dos plantas, por lo menos.

Volvieron a la orilla sin siquiera haber desayunado. Se arrodillaron, acercaron sus manos al agua. Las palmas hacia arriba, la cabeza baja, los ojos cerrados. Y otra vez pronunciaron estas palabras:

Acércate pez dorado
y cúmplenos el deseo
que hemos pensado.

El mar se movió un poco. Pero la superficie del agua se iluminó de todos modos, y el viento les dijo: “¡Ya está hecho!”.

Así era. La casa con techo de tejas había sido reemplazada por un edificio de dos plantas. Tenía también una terraza desde donde podía verse el mar. 

—¡Es perfecta! —dijo ella.
—¡Qué bien hicimos! —respondió él. Y durmieron contentos hasta la madrugada.

Entonces se dieron cuenta de que era ridículo tener una casa tan grande para ellos solos. Quienes vivían en lugares así no se pasaban el día subiendo y bajando escaleras, tenían gente que los ayudaba.

—Una cocinera, un ama de llaves, un mayordomo—enumeró él.
—Y un jardinero también. Hay demasiados canteros con flores. Ya me aburro de regar.

El mar se revolvió. El agua ya no se veía tan cristalina y apenas llegaron a percibir un reflejo que venía de las profundidades. Pero aun así, el viento rugió: “¡Ya está hecho!”.

Felices, corrieron a la casa. Vieron al jardinero atendiendo unos lirios siberianos. Desde la cocina, les llegó el aroma de la remolacha que la cocinera estaba hirviendo en una sopa. Un mayordomo les abrió la puerta. Y el ama de llaves entraba y salía de las habitaciones, con el apuro de alguna urgencia que los pescadores no llegaron a comprender. 

Durmieron abrazados hasta la medianoche.

—No quiero quejarme —dijo la mujer—, pero tanta gente dando vueltas…
—¡Es que no sabemos tratarlos! Solo somos dos pescadores, no estamos acostumbrados a que nos traten como reyes.

Los ojos de ella se iluminaron. ¡Eso era!

—¡El deseo nos quedó grande porque lo pedimos mal! Pidamos un palacio con todo el personal necesario, pero también que estemos a la altura. ¿Por qué no podríamos ser reyes?
—¡O zares! —retrucó él— ¿Por qué gobernar un reino cuando podríamos tener todo un imperio?

La luna estaba en lo alto cuando llegaron a la orilla, pero el mar estaba tan oscuro y revuelto que tuvieron que avanzar a tientas, guiándose por el sonido de las olas. Se arrodillaron, como siempre. Metieron las manos en el agua con las palmas hacia arriba, mantuvieron la cabeza baja, cerraron los ojos. Hicieron todo lo que tenían que hacer. Pronunciaron también las palabras mágicas, exactamente igual que las otras veces. 

 Acércate pez dorado
y cúmplenos el deseo
que hemos pensado.

Pero esta vez ninguna luz llegó de las profundidades. Y el mar estaba tan furioso que se escuchaba por encima del viento. El oleaje era aterrador. 

Los pescadores se miraron. Y ese solo gesto bastó para que se entendieran. Volvieron a repetir todo el ritual. Y a decir, con más fuerza que antes, las palabras mágicas. Pero fue inútil.

—¡No es justo, nosotros te capturamos! —gritó él.
Y ella:
—¡No te pedimos más que lo que merecemos!

Entonces se vio una luz que, desde las profundidades, tiñó todo el océano. Y el viento, por fin, les anunció: “¡Ya está hecho!”

Pero al regresar no hallaron ningún palacio, sino su casucha destartalada de siempre. Y allí vivieron los dos, hasta que la isla se borró de los mapas.

Y colorín colorado,
las aguas ya se calmaron.
El cuento así te lo cuento
porque así me lo contaron.

El secreto

Las cosas cambian. En un minuto sos una nena indefensa en el medio del bosque y en el siguiente, pum, te convertís en bruja. Para mí también es todo muy nuevito, no tengo todas las respuestas. Creo que un poco influye cómo me siento. Digo, para que mis poderes se activen yo tengo que sentir un montón. Rabia, por ejemplo. Que fue lo que sentí cuando te obsesionaste con las miguitas.

Estábamos con hambre, Hansel. Teníamos un solo pan para comer, y vos lo malgastaste en una idea absurda. Porque era absurda, y no inteligentísima como vos creías. Me dio tanta rabia que se me ocurrió pensar: “Ojala los petirrojos se coman todas las miguitas”. Y entonces pum, pasó. Vino una bandada que de a picotazos te borró el camino.

–Tenías razón –me dijiste, con los ojitos culpables. Y a mí se me rompió el alma, te confieso.

–Olvidate –te dije yo–. Acá nomás vamos a encontrar la mejor merienda del mundo, vas a ver.

Y pum, apareció la casa. Aunque no estoy segura de haber sido yo. Por intuición de bruja adiviné que era una trampa. Pero vos estabas tan emocionado relamiendo la ventana, que lo dejé pasar. Lo mismo cuando apareció la bruja.

–Qué ancianita más simpática –me dijiste.

Y bueno, habías pasado un día tan difícil… Además, trampa o no, la casa era una casa: un lugar donde podíamos dormir. Así que te dije que sí, que la ancianita era una divina total.

Y en el fondo no me equivoqué tanto. Bueno, un poco sí, porque divina no era. Pero a mí me enseñó muchas cosas. Como a controlar lo que deseo. Porque yo te quiero, Hansel. De verdad, pero a veces no te soporto. Y no sé si fue el exceso de azúcar o qué, pero esa noche no parabas de hablar como loro, y yo solo quería dormir. Y bueno: un pensamiento me llevó al otro y de golpe: pum, apareciste adentro de la jaula. No me mires así, que tampoco me siento orgullosa de eso.  

Además, el huesito también te lo di yo. No todas las cosas que hice fueron malas. La bruja estaba decidida a devorarte en cuanto engordaras, y había que ganar tiempo. Tiempo para que no te comiera a vos y tiempo para que me enseñara a mí. No pongas esa cara ¿qué pensabas? ¿qué en todas las jaulas hay huesitos? Fue un hechizo sonso, de los primeros que probé. Y en realidad no me salió muy bien, porque lo que yo quería mandarte era una aguja de esas como de sastre. Pero bueno: el huesito también sirvió, por suerte.

Lo demás, ya lo sabés. Para cuando la bruja dijo basta, yo ya había aprendido un montón de cosas. Y además, estaba el miedo. Me temblaron las piernas de solo pensar que iba a perderte. Y mirá, no sé si fue la magia o ese miedo el que me hizo empujarla así, con tanta fuerza. Con una fuerza que ni yo sabía que tenía.

¿Entendés por qué no quiero irme, Hansel? ¿Entendés que acá está todo lo que necesito yo? Si vos querés volver a casa, bueno. Yo misma te dibujo el camino de regreso. Con miguitas, si querés. Y también te puedo dar una bolsa llena de diamantes (es un hechizo de los facilitos) y dos o tres perdices para que coman felices, con papá.  

Pero cuidado, eh. No me quiero enterar que andás contando mi secreto. Mirá que a mí me basta un solo chasquido para convertirte en sapo.       

El primer viaje de Simbad (versión de un cuento de Las mil y una noches)

El primer viaje de Simbad tuvo un inicio: la ciudad de Bagdad, que comenzó a verse más y más chiquita a medida que el barco se alejaba de la orilla. Así, fueron quedando atrás las cúpulas y las torres altas, los patios con azulejos y el olor a jazmín.

Pero Simbad apenas se dio cuenta de eso. Toda su atención estaba puesta en el canasto de mimbre que había cargado con cuidado en la bodega del barco. Aquel era tu tesoro, un montón de artículos que iba a vender sin dificultad: agua de rosas, aceites de lavanda, sedas finísimas y canela en rama.

Pero no sucedió como esperaba. Porque llegaron a una isla que no estaba en los mapas. Tenía una forma extraña. Y mucha vegetación, aunque despareja: zonas verdísimas y otras grises y resecas.

El capitán decidió mantener distancia. Y Simbad, a nado, se acercó a explorar. Apenas pisó la isla, notó que era inestable. Al tercer paso, la tierra se elevó. Y al cuarto, volvió a bajar. Y a subir, y a bajar. ¡La tierra respiraba!

Simbad no supo qué ocurrió primero: el grito de su capitán (“¡Sal de ahí, sal de ahí!”), el sacudón que lo hizo volar por los aires o la certeza de que, definitivamente, aquello no era una isla sino una enorme ballena.

Una enorme ballena que saltó con todo su cuerpo y lo lanzó lejos, muy lejos, del barco y de sus planes.

Fue un largo naufragio. De no ser por la tabla que milagrosamente apareció a su lado, la historia habría terminado aquí. Y habría terminado mal.

Pero por suerte (y por la tabla), Simbad se mantuvo a flote. Y esta vez sí llegó a una isla de verdad. Como se elevaba por encima del mar tuvo que escalarla. Y aquel esfuerzo lo dejó muy débil.

Si no hubiera recordado las cúpulas, las torres altas, los patios con azulejos y el olor a jazmín de su querida ciudad, no habría encontrado la fuerza para levantarse. Pero recordó. Y bebió de un arroyo y comió frutas frescas.

Y un día, encontró una gruta que terminó siendo un túnel. Simbad llegó así a una ciudad pequeña con un mercado concurrido. Vio alfombras, lámparas, piedras preciosas… Y también, en un canasto de mimbre: agua de rosas, aceites de lavanda, sedas finísimas y canela en rama.

Simbad levantó la vista y reconoció en el vendedor al capitán del barco, que se alegró muchísimo al verlo.

—¡Esto te pertenece! —le dijo—. Y en cuanto termines de venderlo todo, regresamos a Bagdad.

Eso hicieron, al día siguiente. Y Simbad disfrutó tanto contando sus aventuras, que antes de desembarcar ya estaba planeando un nuevo viaje.

Los músicos de Bremen (versión de un cuento de los Grimm)

La imagen ilustra la portada de una publicación extranjera, que puede consultarse en el siguiente link: https://www.osta.ee/peter-holeinone-bremeni-linna-moosekandid-205786811.html

Esta historia tiene dos comienzos. El primero:

Había una vez un burro que tuvo que dejar su hogar. Su amo lo había reemplazado  por otro burro más joven y  él, por no morirse de pena, se inventó un sueño:

—Viajaré a Bremen. ¡Y allí me convertiré en músico!

Por el camino fue encontrando otros animales  (un perro, un gato, un gallo cantor) que habían tenido su misma suerte: amos desagradecidos que los hicieron a un lado porque estaban viejos.

Y así fue como el sueño de uno se convirtió en el sueño de cuatro.  Si el cuento se acabara aquí mismo, aquella banda formada de camino a Bremen no habría admitido otro nombre que Los amos ingratos.

Pero el cuento no se acaba aquí. Al contrario,  en este punto es cuando vuelve a empezar.

Y este es el segundo comienzo:

Hubo una vez un burro, un perro, un gato y un gallo que dejaron atrás sus casas para cumplir un sueño: iban a ser músicos, los mejores músicos que el mundo hubiera conocido jamás.

Cuando se hizo de noche, buscaron refugio en una vieja casa que parecía abandonada. El burro se paró  en dos patas sobre la ventana. Sobre él, el perro. Encima, el gato. Y en lo alto de aquella torre, el gallo cantor. Y así vieron a una banda de ladrones  contando su botín. Y, lo más tentador, olieron una rica cena que les alegró la panza.

Entonces se convirtieron en un monstruo hambriento que rebuznó, ladró, maulló y  cacareó. Y que, finalmente,  cayó con todo su peso por la ventana. ¡Qué entrada triunfal!

Los ladrones, asustados por el estallido y aquella música infernal,  huyeron de la casa como si hubieran visto un fantasma.

Pero al rato, uno de ellos volvió. La sala estaba completamente a oscuras. Y él, creyendo que los ojos del gato eran dos braseros encendidos, se acercó demasiado. Zas, un rasguñón.

Intentó salir por la puerta trasera pero, ñam, el perro lo mordió.

Probó por la entrada principal y, pum, el burro le dio una patada.

Y en medio de todo aquel lío, el gallo, que estaba subido al techo, empezó a cantar “¡Quiquiriquí! ¡Quiquiriquí!”.

—Fui atacado por tres brujas— contaría  el hombre más tarde —, rasguñado, acuchillado y golpeado (¡zas, ñam, pum!) por orden de un demonio superior que gritaba “¡Que venga aquí, que venga aquí!”.

Y este es el único final que tiene el cuento. Porque los músicos de Bremen no llegaron a Bremen. Aunque sí formaron su banda (se llama Los espanta ladrones y ensayan en aquella casa abandonada). Pero lo más importante es que siguen juntos. Y, sobre todo,  que nunca se sienten viejos.

Hansel y Gretel ( versión del cuento de los Grimm)

Todo comienza en una pequeña casa, a las afueras del bosque. Es invierno, el viento se cuela por la ventana y Hansel y Gretel (los protagonistas de este cuento) se acurrucan para no sentir frío.  La voz de su  madrastra se escucha desde la otra punta:

—¡Hay que abandonarlos en el bosque!

Ojalá no estuviera hablando de ellos. Pero es la madrastra del cuento (¡ay!): le corresponde ser malvada.

Los hermanitos sienten miedo por uno, dos, tres segundos. Después, se les ocurre un plan: a la mañana siguiente,  mientras se internan en el bosque, van dejando miguitas por el camino. El plan es técnicamente bueno, así sabrán por dónde regresar.  Pero  el bosque está lleno de pajaritos. Y (¡ay!) a los pajaritos les encantan las migas.

El resultado: se quedan sin volver a casa, en medio de una noche ruidosa. Las hojas crujen bajo sus pies. Algo vuela al ras de sus cabezas. Y una respiración les hace cosquillas en la nuca.

Sin pensarlo, comienzan a correr. Corren tanto que ya casi amanece. Y por fin  llegan a una casa.

Una casa con olor a fresa, paredes de malvavisco y techo de puro chocolate en rama. Comen con  ganas, y  no ven llegar a una viejita amable que les ofrece licuado de durazno.

Pero (¡ay!) las viejitas amables de los cuentos son peores que las madrastras. Esta en particular es una bruja come-niños.

A Hansel lo encierra en una jaula y  a Gretel la pone a limpiar.

—¡Muéstrame tu dedo! —le dice a al niño cada día mientras lo llena de golosinas para hacerlo engordar. Y Hansel la engaña mostrándole un huesito de pollo (por suerte la bruja es corta de vista).

Pero  un día la mujer decide no esperar más. Y prende el horno a máxima potencia para comerse a ambos niños en la cena (¡ay!).

A Gretel le lleva uno, dos, tres segundos elaborar un nuevo plan.

—No entramos los dos en el horno —dice con tono sabihondo.

La bruja la mira (bueno, es un decir: ya dijimos que es un poco ciega).

— ¡Hasta yo podría pararme ahí dentro! – le contesta.

—A que no…

La bruja cae en la trampa. Se mete adentro del horno y eso es lo último que hace: Gretel cierra la puerta (¡pum!). Y problema resuelto.

Cuando saca a su hermano de la  jaula  llegamos al final. Lo que pasó después es un misterio. Tal vez volvieron a su casa (si encontraron el camino y, sobre todo, las ganas de volver a ver a su madrastra). O tal vez se quedaron comiendo golosinas en la casa de la bruja. La única certeza es que tardaron uno, dos, tres segundos en ser felices para siempre.

Rock en Muy Muy Lejano

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Ilus de Alex Ducal (tapa de Los músicos de Bremen, versión de Lili Cinetto, Pictus). http://alexdukal.blogspot.com/

 

Hoy los músicos de Bremen
van a dar un recital
y, según el espejito,
será un éxito mundial.

Vestido como abuelita
El lobo ya está en la cola
¡Ni loco se pierde el show
por la niña preguntona!

Astuto, el gato con botas
consigue entrar sin pagar:
ha dicho que tiene un amo
que es productor musical.

Una rana con corona
intenta pasar también
Pero es inútil: no creen
que tenga sangre de rey.

Dice el líder de la banda:
“¡Primero, los marginados”
Festeja el patito feo
y se quejan sus hermanos.