Hansel y Gretel

Cuentan que una vez dos niños se perdieron en el bosque. ¿Sus nombres? Hansel y Gretel. Según parece, se hicieron muy conocidos por esta historia que, por suerte, tuvo un final feliz. Aunque el inicio fue bastante complicado.  Porque estos dos hermanos tenían una madrastra de esas que asustan en los cuentos: se había casado con su padre por purísimo interés. No, el hombre no era rico. Pero de tan enamorado que estaba le había regalado una seda carísima. Y claro, la mujer no se imaginó que había tenido que cortar toneladas de leña durante meses y meses para poder conseguir las cincuenta monedas de cobre que le costó aquel lienzo.

—¡Qué seda maravillosa, querido! Podría hacerme con ella hasta un vestido de novia! —le dijo la muy tramposa con el tono más inocente que pudo, como si sus palabras no fueran una telaraña para atrapar esposos. ¡Y vaya si lo atrapó! En menos de cinco hachazos, ya estaban casados.

¡Qué cara puso la madrastra cuando llegó a la casa! Ella, que soñaba con un gran palacio, se tuvo que conformar con una vieja  choza. Ella, que añoraba moverse entre muebles importados, tuvo que aceptar que en su nuevo hogar no habría más que una mesa y cuatro butacas ordinarias.  Ella, que esperaba una fiesta con tres mil invitados y una alianza de rubíes, se encontró sola con su esposo y sus hijastros, mirando un tosco anillo de madera que el leñador había tallado con sus propias manos:

—¿Pero, como? —atinó a decir— ¿No es nuestra boda una ocasión propicia para gastar un poco de tus ahorros?

—No tengo ahorros —le contestó él—. Apenas si nos alcanza para comer. Sigue leyendo

La bella y la bestia

Había una vez un rico mercader que perdió toda su fortuna. Sus tres embarcaciones —magníficas, lujosas—habían desaparecido en medio de una tormenta dejando solo al mar como testigo.

¡Ay, cuánto sufrieron sus dos hijas mayores, acostumbradas a los terciopelos, a las puntillas, a las finas alhajas y a los perfumes extranjeros! Y los hijos varones, que tuvieron que ponerse a cosechar como campesinos. Solamente la hija menor conservó su alegría, aun cuando habían tenido que mudarse al campo y entregarlo todo para costear las pérdidas de aquellos barcos:

—Me gusta la nueva casa. Al ser pequeña, es más cálida. Ya no tendrás que viajar y podremos pasar más tiempo juntos, padre.

—¡Qué bien puesto está tu nombre, Bella! —dijo el mercader, mirándola a los ojos. Era cierto: bella era su mirada, su cabello ondulado y sus labios finos; y bello, también, su corazón. Porque ella siempre tenía una palabra amable, una sonrisa, un gesto para alegrar los días que tan difíciles se habían vuelto para todos.

Si hacía calor, Bella iba hasta los sembradíos con agua fresca para aliviar la sed de sus hermanos. Si la luz de las velas cansaba la vista de su padre (¡cuánto había envejecido por las preocupaciones!), Bella leía en voz alta para él. Si sus hermanas lloraban añorando fiestas, Bella tocaba el clavicordio para aliviarles la pena. Y también preparaba ricos bocadillos, aun cuando los ingredientes escaseaban. Y confeccionaba buenos trajes y vestidos que, de tan bien hechos, disimulaban la sencillez de las telas. Y llenaba de flores cada cuarto y abría todas las ventanas para que el sol se metiera en cada rincón. Y sí: ¡qué bien puesto tenía el nombre, Bella! Sigue leyendo

Alegato del sapo

Es verdad que a Pulgarcita

aquel día la rapté,

fueran nobles mis razones

ya lo verá, señor juez.

Este sapo introvertido

es mi hijo, ya lo ve.

No es buen mozo pero tiene,

como el padre, “un no sé qué”.

Pulgarcita es tan pequeña

del derecho y el revés

y tan linda su carita

y su cáscara de nuez

que la quise como nuera

¿y qué mal le podía hacer

este sapo tan viscoso?

(como el padre, ya lo sé)

Pero ¿vio? quiso meterse

un cardumen en acción

y los peces se llevaron

mi pequeña adquisición.

Y seguro Pulgarcita

se lamenta del error

de escaparse de este sapo

tan viscoso ¡sí, señor!

Piel de guapo

¿Recuerdan aquella historia

de la joven fugitiva

que ocultaba su hermosura

tras una piel deslucida

de risible criatura?

(¿Era un asno o una mula?)

La joven había escapado

del palacio de su padre

(¿alguien sabe las razones?)

y aunque fuera buena, amable

y brillante en sus labores,

todo el mundo se burlaba

de su incierta fealdad,

ignorando que debajo

de la piel había en verdad

una joven soberana

de indiscutible beldad Sigue leyendo

El príncipe danzante

Había una vez doce hermanas

que bailaban un montón

pero nadie descubría

en dónde estaba el salón…

Las zapatillas gastadas

delataban su afición,

y aunque todos sospechaban

y prestaban su atención

nunca nadie descubría

 el secreto, y la misión

de sorprender la diablura

quedaba sin solución… Sigue leyendo

Los hilos del destino (versión de un cuento sufí)

huellas-en-la-arena-7

 

En un lejano país de Occidente que ya no figura en ningún mapa, hace muchos años –tantos, que no es posible contarlos—vivió Fátima, la hilandera. Aprendió el oficio de su padre, que había forjado su fortuna con sus manos prodigiosas: siempre separando, retorciendo y tensando los filamentos del cáñamo hasta volverlos madeja.

Sucedió que una vez los dos emprendieron una larga travesía por el Mediterráneo.

–Cuánto quisiera, hija mía, que en este viaje conozcas a algún joven rico con quien puedas casarte –dijo el padre sin saber que su deseo, en el fondo, era distinto: ¡solo quería ver a Fátima feliz!

El universo supo interpretarlo. Y labró, silencioso, su destino.  ¡Ay, si conociéramos de antemano nuestro porvenir! ¡Si pudiéramos ver los hilos invisibles que nos llevan a andar ciertos caminos!

Porque aquella noche, el barco en que viajaban de camino a Creta naufragó. Y Fátima perdió a su padre. Ella llegó, exhausta y asustada, a una costa de Alejandría donde la acogió una familia de tejedores.

Eran pobres. No tenían en el mundo otra cosa que su oficio para darle. Y Fátima –intuyendo tal vez los hilos invisibles que se iban extendiendo hacia su porvenir– dejó atrás su pasado de carreteles y madejas, de comida caliente y una cama mullida, para hacerse tejedora. Y aprendió todo sobre los nudos y las tinturas, sobre los peines y las púas que se utilizaban en aquel entonces para dar forma a los paños. Y lejos de sentirse desdichada por todo lo que había perdido, Fátima se permitió ser feliz. Sigue leyendo

Blanca salvación (leyenda toba)

algodonero

 

Un día el Mal despertó de su siesta.  Y el Gran Chaco, que hasta entonces era apacible y tranquilo, cambió. El Bien, enterado de su presencia, quiso hacer un trato y,  en la negociación, el mundo fue a color y en blanco y negro.

El sol acarició los girasoles, y un huracán los sepultó en el bosque. La lluvia hizo crecer los cultivos y una plaga invisible sofocó los tallos. Brotó el quebracho y un rayo fulminó su tronco. La oruga se acurrucó, paciente, en su capullo y un viento malhadado la abandonó en el río.

Cuando la discusión terminó, volvió la calma. Pero los días comenzaron a ser fríos; los vientos, violentos y las lluvias, heladas. Era Nomaga, el invierno, que por primera vez visitaba a los hombres.

─Lo has mandado tú ─le increpó el Bien al Mal.

─¿Y si así fuera? No rompo mi promesa: tu te ocupas de tus cosas y yo de las mías. Nada de interponernos.

Era cierto: no podía lastimar a Nomaga, ni siquiera echarlo de allí; pero sí ayudar a los hombres para soportar las inclemencias del tiempo.

Tomó entonces el capullo de un palo borracho. De la flor del patito, su color. La destreza del picaflor, que se suspende en el aire. Y el plumaje de una viudita que piaba muerta de frío. Y así nació Gualok, el algodón.

Gualok con sus pétalos ambarinos. Con sus preciosas flores de tallos invisibles que bailan como acunadas por el compás de un río. Con sus blancos ─blanquísimos─ capullos, suaves como las plumas que se mecen, divertidas, con las cosquillas del viento.

Y al son de los tambores que sonaban, agradecidos, las semillas de Gualok se esparcieron. Volaron sobre pastizales, bosques y sabanas. Y los hombres, por fin, se distrajeron del frío. Miraban, asombrados, la transformación del Gran Chaco: se había vuelto blanco. Blanquísimo y hermoso.

Pero la obra del Bien no había acabado. Buscó una madera resistente, y por fin eligió un árbol. Bastó un instante para transformarlo: aquel viejo urunday  se convirtió de pronto en un objeto extraño y prodigioso.

─Esto es un telar ─les dijo el Bien a los hombres─. Les servirá para tejer, con capullos de Guanok, mantas y túnicas. Cubrirán sus cuerpos y ya no tendrán frío.

Y así, de pronto, Nomaga dejó de parecer tan malo.

─¡Vete de estas tierras! ─le ordenó el Mal, enfurecido.

Pero el Bien lo sigue invitando: vuelve cada año para aliviar a los hombres del abrazo del sol, que  a veces puede ser sofocante y dañino.

Dicen que el Mal no se fue del Gran Chaco. Que se esconde detrás de las cosas bellas, para que el Bien no lo vea. Dicen también que a veces toma la forma de un extraño gusano (la lagarta rosada), plaga maldita que acecha los cultivos de algodón y que ─en una noche─ puede arruinar la cosecha.

Pero el Bien nunca duerme: siempre habrá nuevas semillas que renueven la esperanza.

 

La prisionera del lago (leyenda mapuche)

Fotografía tomada por W. Baliero, disponible en http://www.fotonat.org

Incluso los monstruos más horrendos se enamoran. Monstruos que son capaces de succionar, con una horrible ventosa, la sangre de sus víctimas. De clavar sus garras mortuorias sobre las indefensas yugulares donde se esconde la vida. Y acallar los gritos de desesperación en un abrazo tiránico y forzado, sin detener por ello la agonía interminable y cruenta de aquel que sabe (¡lamentablemente, sabe!) que está muriendo de asfixia.

Y así era el Trelke,  se dice: criatura monstruosa que habitaba los lagos y se presentaba ─de súbito─ sobre la orilla para capturar de un zarpazo hasta el menor indicio de movimiento y vida. Y así arrastraba a los insectos. Y a las flores. Y a las semillas que llevaba el viento. Y a los animales y a los hombres. Y una vez en las profundidades… En las profundidades, nadie sabía ─hasta que Huala lo descubrió─ qué es lo que hacía con ellos.

Huala vivía con sus padres muy cerca de la orilla. Desde su ruca, sentados frente al fuego, solían observar las aguas calmas que, únicamente en ocasiones, una brisa invisible acariciaba. Habían escuchado hablar del Trelke, muchas veces. Y aunque nunca lo habían visto, le temían:

─¡No te acerques a la orilla, Huala!

─Quedate aquí, donde podamos verte.

Pero cada tanto, aunque también se sentía aterrada por el relato de sus mayores,  la niña se olvidaba de las advertencias y se acercaba a la playa. Le gustaba ver su reflejo sobre el espejo azulino de las aguas: los ojos como castañas; los cabellos trenzados; los labios entreabiertos en una mueca de asombro, siempre. Como si no acabara de entender la fuerza mágica que era capaz de apresar su imagen en el lago.

Huala no sospechaba entonces que  por debajo de aquel reflejo misterioso unos ojos invisibles la observaban. Unos ojos que la vieron cada vez, con cada día, volverse más hermosa.   Sigue leyendo

China va al rescate

—Me parece inconcebible

que aceptemos mansamente

que se vaya el ruiseñor…

Toda China se ha quedado

sin su canto de repente:

¡Lo raptó el emperador!

 

—Es injusto, pero vean

que la empresa es imposible.

¡Pobrecito del cantor!

En la jaula lo han metido

y, aunque sea aborrecible,

ya no habrá una solución… Sigue leyendo

Turandot (leyenda persa)

Un día murió el emperador y el jardín imperial se vistió de luto. Lloraron los sauces. Las flores de loto se inclinaron en señal de pena. Las rosas se deshojaron, desahuciadas.
En uno de los aposentos lloraba Turandot, la princesa. No encontraba consuelo. ¡Tan grande era su pena!
Pero fue distinto para Pupinkó. Había sido ministro del Gran Dragón Celeste, amado emperador, ¿Por cuánto tiempo? Y ahora…Ahora por fin…Ahora, siempre y cuando Turandot no se casara:
─¡Gobernaré hasta entonces, Turandot! Eres muy joven para tener esposo.
Pero los años pasaron. Y muchos traspasaron la muralla imperial. Cruzaron los jardines. Tocaron la puerta del palacio.
─Quiero casarme con ella ─dijo uno. Y otro. Y otro más.
Y entonces Pupinkó publicó un decreto: «Desposará a la princesa aquel que descifre un acertijo. Y el que no, morirá».
Y uno fracasó en aquella empresa. Y otro. Y otro más.
─¡Corten su cabeza! ─gritaba Pupinkó, casi riendo. Y todos en el pueblo se entristecieron con cada muerte. Y también Turandot.
Pero un día llegó Calaf. Con sus ojos oscuros. Y su cabello negro y sedoso. Y su porte regio. Y su nobleza. Y su astucia. Y su amor. Porque Calaf amaba a Turandot, más que a todo. Y ella lo vio en sus ojos. Y también lo amó.
«¿Qué animal es que te ataca solo por hambre o temor?, su lengua es muy venenosa; y aún más, su corazón».
Durante varios segundos el pueblo estuvo expectante. Y Calaf, callado. Los ojos de Turandot se desesperaron. Una señal, pidió secretamente. Una señal del cielo para salvarlo.
Y entonces una serpiente se arrastró desde el jardín. Subió las escalinatas. Enroscada en sí misma, elevó la cabeza y con un zumbido aterrador mostró su lengua venenosa.
─Sé la respuesta ─dijo Calaf, por fin─. Ataca por hambre de poder, y temor de perder el trono. Venenosa es su lengua que dictamina sentencias injustas. Y más su corazón, que jamás se apiada. El animal es Pupinkó.
El magistrado no pudo contradecirlo. La serpiente se fue sin atacar a nadie. No era venenoso su corazón, después de todo.
Al día siguiente Calaf y Turandot se casaron. Y Pupinkó…Nadie sabe muy bien qué fue de Pupinkó. Pero, la verdad, tampoco lo extrañan demasiado.