¡Lo que medirá esa pata! (versión de un cuento popular)

——————Ilustración de Marín para la versión de Laura Devetach de editorial Colihue.

A simple vista, era un conejo cualquiera. Tenía las orejas largas y un rabo con forma de pompón. Tres bigotes a cada lado del hocico y dos dientes que, de tan larguísimos, no le entraban en la boca.

Pero a la vez era un conejo distinto. Cualquier otro se hubiera asustado cuando pasó lo que pasó. ¿Y qué fue lo que pasó? Una serie de sucesos que ocurrieron en cierto orden. Lo primero, el conejo buscó un lugar donde dormir. Lo segundo, eligió una pequeña abertura en la base de en un árbol hueco. Lo tercero, se acomodó ahí como pudo (dejando medio cuerpo afuera). Lo cuarto, se dejó acariciar por el sol que recibía desde arriba y se quedó dormido.

Entonces, entró en escena un puma. Un puma musculoso, de garras afiladas. Pero también un poco distraído: no vio la mitad del conejo que sobresalía de aquel árbol. Y, claro, como no lo vio, se le sentó encima.

El conejo se despertó, por supuesto. Pero como era un conejo distinto a cualquier otro conejo, en vez de asustarse se quedó quieto y casi sin respirar. Pensando y pensando y pensando. Hasta que se le ocurrió una idea brillante. Brillantísima.

—¿Quién se sentó sobre mi dedo? —gritó. Y su voz, que fue subiendo por el árbol hueco hasta llegar al cielo, resonó en el aire con tanta energía que cualquiera hubiera dicho que era un elefante el que gritaba.

¡Hasta el puma se sobresaltó! Y, como sentía que bajo sus patas había algo mullidito, relojeó disimuladamente. Así fue como se dio cuenta de que no estaba sentado sobre el pasto.    

—¡Me senté sobre un dedo gigantesco! —murmuró para sí mismo— ¡Lo que medirá esa pata!

Y sin esperar a comprobarlo, el puma salió disparado.

¿Y el conejo? El conejo se quedó durmiendo, arrullado por el solcito de la tarde que le daba de pleno en el hocico. 

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