El partido más increíble de nuestras vidas

Ilus de Maine Diaz.
¡Menos mal que Camila estaba conmigo! Porque, la verdad, yo solo no hubiera podido resolver lo de don Aníbal.
— ¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué? —preguntó él al despertarse.
¡Y ella inventó de todo! Primero que había sido un meteorito, pero como mucho de astronomía no sabía terminó diciendo que en realidad había sido una teja con forma de meteorito; lo que también resultó bastante confuso porque el techo del estadio es de chapa. Así que tuvo que agregar lo de un gato que andaba por los tejados atacando porteros. Bueno, la verdad, no sé si Aníbal se convenció del todo con su historia. Pero a mí me pareció brillante.
Y estoy seguro de que la cosa hubiera quedado ahí, si no fuera porque a Ojos (¡justo!) se le ocurrió hablar:
—Aaaagh —dijo muy claramente, desde mi mochila. Don Aníbal intentó sacármela de un tirón. Y así empezó el partido más increíble de nuestras vidas. Ojos (es decir, mi mochila) viajó de mis manos a las de Camila, y aunque el portero intentaba marcarnos nosotros nos concentramos en el juego. Poiiing, poiiing, poiiing picaba la cabeza de Ojos adentro de mi mochila y por mucho que don Aníbal se esforzaba, no podía alcanzarnos. En un momento, el tramposo, quiso hacerme la traba, pero antes de caer despatarrado logré encestarla.
—¡Triple! —gritó Camila, y recibió el rebote. No sé en qué momento los jugadores de Primera empezaron a entrar. En menos de un minuto, éramos dos equipos ubicados en la cancha. Don Aníbal, rojo de la furia, nos miraba desde un costado. Poiiiing, poiiing, poiiiing. Doble. Y otro doble. Y otro doble más. Poiiing, poiiiing, poiiiing. Alguien tiró una pelota desde afuera, pero la rechazamos: Ojos picaba genial.
—Debe haber una pelota en esa mochila —observó el padre de Camila, que acababa de llegar—. No viene mal que entrenen con un objeto extraño.
Los jugadores eran moles, para nosotros dos. Mi cabeza llegaba a las rodillas del que estaba en la base. Pero no me asusté ni me sentí chiquito. Conocía mi cuerpo mejor que nadie y poiiing poiiiing poiiing, pude sacarme de encima al que me estaba marcando. Pero lo mejor, lo mejor de todo, lo hizo Cami. No miraba la mochila; me miraba a mí, a los otros jugadores, al que la marcaba, al aro. Miraba todo a su alrededor y sentía, sentía con sus manos, la cabeza de Ojos bajo la tela de la mochila. Poiiiing, poiiiing, poiiiing. Me la pasó. Poiiing, poiiiing, poiiiing y un gigante se interpuso. Pero usé la altura a mi favor, y pasé entre sus piernas. Llegué a arrojarle la mochila a Cami. La vi flexionar las rodillas, inclinarse apenas, tomar envión, y saltar. Saltar para levantar vuelo. Porque ese día, en este estadio medio destruido, frente a dos miradas sorprendidas (impotente, la del portero; orgullosa, la de su papá) y rodeada de jugadores de Primera, Cami logró saltar, meter la mochila a través del aro y mantenerse colgada ahí por dos o tres segundos. Sí, aunque es difícil creerlo porque es mujer y mide un metro cuarenta y dos, Camila hizo una volcada. Y fue tan emocionante que todos nos quedamos en silencio.