Mientras el portero dormía…

Ilus de Maine Diaz.
Yo nunca soy agresivo, es lo único que puedo decir a mi favor. Pero me desesperé cuando el portero nos descubrió en el estadio.
—¿Qué hacen acá? —nos gritó desde la puerta. Si no reaccionaba, estábamos perdidos. Por eso le arrojé la cabeza de Ojos. ¡Y qué buen tiro: le di en medio de la frente! Aníbal cayó como una torre de Jenga. Yo intenté seguir las instrucciones de Camila:
—¡Escondé el zombie, rápido; yo distraigo al portero!
Pero el que se distrajo fui yo. Porque me puse a pensar en el día que lo llevé allí. Fue cuando mi tía Leila volvió a su casa, y tuve que buscarle a Ojos un nuevo hogar. No me dio trabajo trasladarlo hasta el club: probablemente porque elegí un buen camino (fuimos por calles solitarias, aprovechando que muchas estaban todavía cerradas al tránsito) y además le puse una campera con capucha y le bajé la cabeza. Por suerte, él en ningún momento levantó la vista. Hubiera sido un problema cuando nos cruzamos primero con los tipos que estaban arreglando el poste de luz, después con la mujer que cobra la cuota social (justo estaba en la entrada pegando un cartelito: “Se suspenden todas las actividades hasta nuevo aviso”) y por último con el papá de Camila, que estaba en la puerta del estadio:
—Esto fue un desastre —me dijo—. No creo que tengamos clase hasta dentro de un mes.
A Ojos, por suerte, ni lo miró. Y ni siquiera estoy seguro de que me haya mirado a mí, en realidad. Estaba tan sorprendido con los destrozos que había dejado el temporal, que fue fácil meterme en donde quise.
Y quise en el estadio, claro. Sabía que iba a estar cerrado por tiempo indeterminado (primero había que arreglar otras cosas más urgentes como el techo del salón principal, que se había volado por completo), pero nunca me imaginé que sería el lugar perfecto para nosotros dos. O para los tres, porque ahora se sumó Camila.
Ojos nos entrena en el estadio. Sí, ya sé que a simple vista no tiene ninguna cualidad para el deporte. Pero eso es justamente lo mejor en él: verlo jugar tan bien a pesar de que es bajito, torpe y súper lento (en fin: ¡tan igual a mí!) me ayudó un montón. Entendí, por ejemplo, que lo importante es controlar la pelota. Y que al picarla, hay que sentirla en las manos. Porque los ojos deben estar atentos alrededor: midiendo la distancia que te separa del aro, del jugador que te está marcando y de los compañeros que puedan recibir el pase. Y lo mejor: aprovechar la estatura a tu favor, pasar entre las piernas largas de los otros, como un ratón furtivo que se roba un queso.
—¿Querés apurarte? —el grito de Camila me hizo volver a la realidad— ¡Aníbal ya se está despertando!
Por suerte, logré esconder a Ojos justo a tiempo.