El ojo de la ballena

Al principio no me gustó venir a vivir a Puerto Madryn. Cambiarme de colegio, dejar mi barrio, alejarnos de los abuelos… A mí qué me importaban las ballenas. Porque obvio que todo el mundo me hablaba de las ballenas.

—¡Vas a ver cómo saltan, ahí nomás, cerquita de la playa!

—¡Se quedan mil horas con la cola arriba, saludándote!

—¡Y si tiran agua son un espectáculo!

Sí, sí: todo muy bonito pero a mí no me interesaba ni un poco. Después de todo, por culpa de ellas nos tuvimos que mudar. Es que mis papás, como dice la abuela,  forman un combo medio explosivo: él es fotógrafo y ella bióloga marina ¿cómo no íbamos a venir a parar acá?

El viaje con la mudanza fue larguísimo. Larguísimo de verdad porque duró quince horas, pero también larguísimo porque mi mamá no supo hablarme de otra cosa. Que son cetáceos, que migran anualmente (vienen a estas costas desde a abril a diciembre para reproducirse y tener cría), que sus callosidades en el lomo son como huellas digitales porque siempre son diferentes, que viven entre 50 y 100 años y son capaces de comer dos toneladas de plancton por día.

¿Y a mí que podía importarme todo eso? Si mientras ella hablaba yo pensaba en  mis abuelos, en el patio de mi escuela y en mi casa. Sobre todo, en mi casa.

Por eso cuando  nos embarcamos, dos meses después de la mudanza, yo seguía enojado. Porque no me interesaban las ballenas. Porque odiaba las ballenas. Porque yo quería volver a Buenos Aires, a mi casa, a mis abuelos, al patio de mi escuela. Y eso le contesté  al señor que manejaba el barco, cuando me preguntó por qué no salía a cubierta como los demás.

Es que todo el mundo había salido a cubierta para ver mejor a las ballenas.

— Se acercan y saltan ahí nomás, pibe —me insistió el hombre—. Es una pena mirar desde esta ventana minúscula, cuando afuera tenés todo el mar.

¿Cómo íbamos a imaginarnos que iba a pasar lo que pasó? Primero fue el sonido de una ola. Una ola inmensa que hizo tambalear el barco. Y de nuevo, plaaaaaf. Un chorro de agua subió a la altura de mi nariz. Y enseguida después,  un enorme ojo. Un ojo redondo y gris que llenó la ventanita minúscula, y nos dejó a los dos con la boca abierta.

Más tarde, mientras les contaba a los demás del espectáculo que había presenciado desde primera fila (desde mi ventanita minúscula ¿quién lo iba a decir?), se fue desarmando todo mi enojo. Estaba bueno tener algo que contar. Algo que fuera mío y de nadie más.

Algo que, por fin, me hacía sentir un poco como en casa.

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