En ese instante, todos supimos que jamás volveríamos a vernos. Los dos nos miraban entre nostálgicos y alegres, nerviosos por no poder ocultar la envidia irreprimible que indudablemente también habríamos sentido Juan y yo, de haberse dado las cosas al revés. No quise ver a sus niños, porque se habrían dado cuenta de la lástima en mis ojos. Pensé en darles el teléfono o la dirección para que aquella amistad florecida en el dolor no se marchitase en su capullo. En cambio, cerré la puerta y salí de Neonatología. Quién sabe si los mellizos López se salvaron, a veces pienso en ellos cuando veo a Nacho gateando por la casa.